La escritora aragonesa rastrea en este artículo, una vez más, en la Grecia antigua y el modo en que los filósofos utilizaban el arte de aliviar los miedos y tristezas. Para Irene Vallejo, deberíamos quitarnos las penas mutuamente, igual que los animales se retiran los piojos más escondidos. Como tu hijo, también los adultos necesitamos, tras las heridas, raspaduras y cicatrices, volver a sostenernos y agarrarnos de la mano. En tiempos de equilibrios precarios, buscamos consuelo al sentirnos sin suelo bajo los pies. Los que vivimos lo son.
Irene Vallejo
Un niño con equilibrio precario pronto descubre la
dureza del suelo y el perfil afilado de las esquinas. Tu hijo aprendió a andar
con dificultades, a costa de dibujar en su cuerpo un mapa de heridas,
raspaduras y cicatrices. Mil veces recuerdas tenerlo en brazos, tras un fracaso
de la verticalidad, susurrándole palabras tranquilizadoras en suave compás,
mientras él dejaba largas estelas de mocos en los hombros de tus abrigos y
camisas. Descubriste entonces que el consuelo es una necesidad humana esencial,
que nos acompaña desde nuestros primeros pasos y tropiezos.
Diversas escuelas de filosofía en la antigua Grecia
ofrecían a sus seguidores recetas para aliviar tristezas. La meta de sus
enseñanzas era la ataraxia, una palabra que hoy suena a nombre de ansiolítico,
y que significaba “ausencia de turbación”. Ese ideal atraía a personas
agitadas, fatigadas de luchar en las trincheras del día a día, al borde del
desconsuelo. Los oráculos y maldiciones de la época describen el mundo clásico
como un nido de intensas rivalidades, competencia y envidia, que con frecuencia
provocaban un hondo sentimiento de fracaso y nulidad. Consciente de todas las
tensiones de su tiempo, el orador Antifonte abrió en la ciudad de Corinto,
cerca del ágora, un local para “atender por medio de discursos a los
afligidos”. Vendía consuelos, dicen las fuentes, para enfermos del ánimo.
Por lo que sabemos, fue la primera vez que alguien
imaginó el oficio de aliviar el miedo y la tristeza. Es un arte difícil, como
todos los que exigen atención y silencio. Incluso con la mejor intención, la
mayoría ayudamos mal. En general, nos precipitamos a sermonear en lugar de
dejar desahogarse a quien sufre y nos cuenta su historia. Al parecer esto les
sucedía ya a los griegos, pues otro filósofo, llamado Zenón, les recordó en una
de sus máximas que “tenemos dos orejas y una boca, para escuchar el doble de lo
que hablamos”. La persona que comparte sus confidencias no espera nuestra
fórmula mágica. Si no somos especialistas, nuestro papel es mucho más sencillo:
acompañar. Casi siempre el desconsuelo nace de heridas, miedos e
imposibilidades, difíciles de entender desde fuera, pero abrumadoramente reales
para quien las sufre. En una obra perdida de Sófocles, el poeta trágico dejó
escrito: “El que no haya vivido mis sufrimientos, que no me aconseje”.
La mejor estrategia es acallar los
“deberías”, cambiar los imperativos por preguntas: qué necesitas, qué te haría
sentir mejor. En el fondo, lo que apesadumbra al triste y al enfermo es el
miedo a no lograr salir nunca de su laberinto. En los peores momentos, lo que
necesitan es cierta dosis de comprensión, desactivar el fatal adverbio
“siempre”: esto que te pasa pasará.
Consolar es difícil. Y quien posee ese
don termina siendo víctima de sus desvelos. En su novela Lluvia fina, Luis Landero describe a una de esas escasas
personas con el raro talento de escuchar. La dulce Aurora, protagonista del
libro, atrae las confidencias de la gente. No puede escapar; todos, como
misteriosos zahoríes, detectan su don al instante. “A ella nunca le importó
escuchar a los demás, dejarlos que se desahogaran y aliviaran de los viejos
recuerdos que los iban carcomiendo por dentro –¡qué tendrá la narración que nos
consuela tanto de las culpas y errores y de las muchas penas que los años van
dejando a su paso!”. Sin embargo, Aurora, paño de lágrimas para todos, pero
invisible en sus tristezas cuando ella necesita apoyo, se hunde en el sirimiri
de secretos agravios que llueve sobre su cabeza. Y así, arrastrada por una
corriente tumultuosa de voces, desemboca en un final imprevisible. Para no
exasperar a las bondadosas Auroras del mundo real, convendría aprender a
prestarnos este servicio recíproco, al estilo de los primates cuando se
acicalan y desparasitan unos a otros para fortalecer los lazos de la comunidad.
Quitarnos las penas mutuamente, igual que los animales se retiran los piojos
más escondidos. Como tu hijo, también los adultos necesitamos, tras las
heridas, raspaduras y cicatrices, volver a sostenernos y agarrarnos de la mano.
En tiempos de equilibrios precarios, buscamos consuelo al sentirnos sin suelo
bajo los pies.
DdA, XXI/5.923 EL ESPECTADOR
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