Toni Álvaro
Mañana se cumplen 5 años de la declaración del estado de alarma que decretaba nuestro destierro a balcones y ventanas. El día antes, mi hermano Lluís y yo decidimos ir a visitar a mamá, que ya nos conocemos. Durante las crisis del petróleo de 1973 y 1979 y durante la primera guerra del Golfo, en 1990, mamá empezó a atiborrar el cuarto trastero que tiene en el patio de luces, un oscuro panteón de herramientas oxidadas y objetos que no aparecen en el diccionario, de paquetes de leche, aceite, arroz y legumbres. Era como entrar, de canto y metiendo barriga, en un refugio antinuclear alicatado hasta el techo, a falta de plomo y hormigón, con paquetes de rollos de papel higiénico. Así las cosas, ya veíamos a mamá saliendo en las noticias defendiendo fieramente la cota de papel higiénico del supermercado que hay en su calle.
La idea era tranquilizarla. Y fue ella la que nos tranquilizó por teléfono diciendo que ya iba bien sobrada de confinamientos para asustarse a estas alturas de la película. Confinada en un orfanato de monjas, confinada al cuidado de sus padres adoptivos hasta bien pasados los treinta, confinada en solitario a la crianza de tres hijos, confinada al cuidado de los suegros y confinada al cuidado de un marido en la pendiente sin frenos de la disolución. Ella, que a lo largo de su vida ha vadeado el tifus, la sarna, una anemia de caballo, la hemólisis y un cáncer, que ha compartido confidencias con Jane Eyre, la segunda señora de Winter y la madre de Tom Joad, me dijo que no le daba la gana tener miedo a morirse, que andaba curada de espantos desde los bombardeos sobre Barcelona cuando era una niña de dos años.
Aun así, mi hermano y yo fuimos a visitarla por si le faltaba alguna cosa, no sé, un lanzallamas para defenderse de los zombis que vienen a robarle los geranios de su ventana en planta baja de barrio, que eso sí es un virus, dice. Al entrar, mi hermano, que trabaja en el sector sanitario, se apartó al verla venir con los brazos abiertos para evitar contacto y posibles contagios. Y mi madre le puso la mirada de cuando calcula la parábola para una colleja perfecta y le soltó un abrazo al que no tardé en unirme. Ahí abrazados nos dijo que si ya ni puedes abrazar a tu hijo cuando lo tienes delante vaya mierda de mundo para pisar, que no tenía miedo y así se abrazaba a la vida. Y ahí seguimos, en ese abrazo, aire en el pecho para sobrevivir a todas las pandemias, incluidas las de zombis que te esquilman el alfeizar de las ventanas.
DdA, XXI/5.931
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