Félix Población
El arquitecto Manuel del Busto (1874-1948), nacido en Cuba de ascendencia asturiana, y del que creo es descendiente su colega gijonés y amigo de mi infancia Cosme Manuel Cuenca Busto, siguió los modelos del art decó para dejarnos, iniciada la segunda república en 1931, uno de los tres edificios de antes de la guerra que aún permanecen en la Plaza del 6 de Agosto de Gijón, corazón de la villa de Jovellanos, cuya estatua preside ese ámbito urbano en el que discurrió mi niñez y adolescencia. Los otros dos edificios son el Mercado del Sur y el edificio de Correos.
Mi estimado David Alonso, que desde hace unos cuantos meses congrega en las calles a un creciente grupo de conciudadanos para ilustrarlos acerca de los edificios más carismáticos de Gijón, nos ha participado esta fotografía de la obra del admirado arquitecto, dorada en sus azoteas por el sol invernal de media tarde, en la que asoman por sus costados, aunque quizá no lo haya pretendido su autor, las de construcciones muy posteriores, carentes del encanto de la que data de hace casi cien años.
Para los de mayor edad, como el que suscribe, los edificios históricos que permanecen en aquella villa cantábrica, donde se demolió en décadas pasadas con tanto afán de codicia como miserable desprecio buena parte de un patrimonio arquitectónico ciertamente importante, son -aparte de la relevancia que tienen por sí mismos- una muy valiosa referencia presencial, indispensable en la memoria sentimental e identitaria de la ciudad, a modo de enlace histórico para sucesivas generaciones de gijoneses. Su preservación y restauración es imprescindible para el mantenimiento de unas ciudades con una personalidad definida, menos uniforme y repetitiva que la que se da en la actualidad en los paisajes urbanos de la mayoría de localidades.
En los bajos de este edificio había y creo que permanece una peluquería que llevaba el nombre de Jovellanos, y en donde sólo un día me corté el pelo por capricho cuando ya era mozo, reparando así la frustración de no haber podido hacerlo en mi niñez por el precio demasiado alto del servicio. Lo habitual era que mi madre me mandara a las barberías -aún se llamaban así algunas- más económicas, como la que había en La Acerona, cruzado el Parque Infantil y cerca de la Casa Rosada.
Ni en esa ni en la mayoría de las peluquerías para varones de entonces se estilaba lo de lavar antes la cabeza, algo que debió de institucionalizarse con las peluquerías unisex, al igual que se hizo siempre con la clientela femenina. Esto, en el caso de aquella peluquería frecuentada por gente de mono con olor a sudor y a escombro, traía consigo que con frecuencia la maquinilla se atascara, con el tirón de pelo correspondiente, no sé si por falta de engrase o a causa del polvo y la suciedad acumulada después de unos cuantos cortes proletarios.
Creo que mi amigo Cosme Manuel, al que deseo desde aquí una plácida jubilación después de una notable trayectoria como arquitecto de notoria profesionalidad, era de los pocos en nuestro barrio que frecuentaban la peluquería Jovellanos. Se lo podía permitir porque era de familia más pudiente, con una madre cubana de rostro moreno muy caribeño y voz acaramelada, y un abuelo de cabello muy blanco a juego con la empuñadura de marfil de su bastón. Tengo la más que borrosa imagen de haber visto alguna vez a mi amigo salir del establecimiento con el pelo perfumado, pegado con brillantina y con una muy envidiable y bien trazada raya, marcando la diferencia con mi cabeza de flequillo a cúter, monda y pelada de niño recluta.
No se si se acordará Cosme Manuel de lo poco que nos dejaban crecer el pelo y tantas otros impulsos de natura por aquellos años. Para mí la peluquería era una ocasión repetitiva de enojo reprimido, sobre todo por los tirones de la maquinilla sucia de polvo y el espeso olor a sudor y tierra que se respiraba en aquel angosto local sin más ventilación que la de la puerta de la calle al abrirse. Igual alguien, entre los lectores de este modesto DdA, se acuerda de aquella peluquería de La Acerona de principios de los sesenta, cuando todavía colgaban de la entradas de estos establecimientos masculinos las bacías doradas de barbero y circulaban por esa misma calle los tranvías del Llano, con su chirriante rodar metálico al girar por la esquina de la Casa Rosada.
Puedo asegurar que la impactante llegada visual y sonora de The Beatles supuso para mí una liberación capilar significativa, porque me parece que a la postre lograron separarme por más tiempo al menos de aquellas regulares sesiones de cordero trasquilado que no dejaron de fastidiarme durante toda mi niñez.
DdA, XXI/5.902
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