Félix Población
El Madrid que yo empecé a tratar, conocer y amar -esto último sí era posible entonces-, cuando llegué a la ciudad en los primeros años setenta, tiene mucho más que ver con el de la imagen que con el de ahora. La fotografía data de 1947, cuando el jovenzuelo de los setenta aún no había nacido, y la perspectiva urbana corresponde a la calle de La Magdalena, en donde busqué y encontré pensión durante el primer año de mi vida en la entonces villa sin Corte.
A la Pensión Emilia, viajeros y estables, llegué andando con una sola maleta desde la estación de Príncipe Pío, que entonces se llamaba del Norte, no sólo por ahorrarme el billete de metro sino porque quería cruzar por la Plaza de Oriente y ensoñar la revolución rusa. Me procuró más gusto, en cambio, cruzar la Puerta del Sol y recordar a mi abuelo ferroviario y republicano, que murió con los ahorros del dinero tricolor creyendo que volvería a repetirse un 14 de abril.
Doña Emilia era ya una mujer anciana, de la edad de mi abuelo cuando murió un 14 de abril, precisamente, por lo que era su hija Celedonia la que llevaba la gestión de la posada, con sus ojos pintados y su deje castizo muy de Lavapiés. Al policía secreta con el que compartí habitación los primeros meses, un mozo extremeño de complexión fuerte y rostro cetrino, le gustaba bastante la Cele, muy parecida según su criterio a la joven semidesnuda que tenía estampada en la pared enfrente de su cama como ilustración de calendario. Más de una vez lo sorprendí tendido en el lecho apuntando hacia la foto con su pistola reglamentaria, como si eso le hiciera una enrevesada gracia.
Nada que ver la actitud armada del secreta extremeño con la apacible y circunspecta imagen de don Joaquín, que comía y cenaba en la pensión, vestía siempre corbata y traje con ostensibles brillos por el uso, y hablaba muy poco, o al menos bastantes menos que el señor Torres, cuyo oficio no recuerdo porque la memoria me dejó sólo su pasión por la horticultura, como buen murciano de manos anchas, firmes de tacto y trabajo y aprecio por la tierra.
Con el señor Torres comíamos a veces por catorce o quince pesetas algunos de los tres o cuatro estudiantes que dormíamos en la pensión en un aseado y modesto restaurante de la vecina calle Amor de Dios, donde un día me topé en los urinarios al teniente cuchara que había tenido en el monte Hacho de Ceuta, poco después de regresar de la mili. El encuentro fue tan sorpresivo y tan al poco de mi licenciamiento como artillero de costa, en aquel cuartel alzado sobre el estrecho de Gibraltar, que poco faltó para que me llevara la mano a la sien al verlo, algo que evitó el obligado uso que le daba en el mingitorio.
En este restaurante también tuve miradas masculinas para una de la chicas que era ayudante de cocina y se asomaba al comedor por el ventanuco de las comandas para echarme risillas nerviosas y fugaces, pero se la llevó Juanito, un jiennense flemático que tenía piedras en el riñón y era funcionario de correos en los vagones postales nocturnos que iban al sur desde la estación de Atocha. Pepe, un reservado estudiante de Filología, del mismo pueblo que Juanito, era otro de los comensales que acompañaban conmigo al señor Torres en La Sanabresa, compartiendo y disfrutando de las memorias hortícolas del huésped murciano, cuyo esmero y concentración en no dejar ni un resto de comida en el plato era parejo a la precisión con la que nos narraba sus adolescentes recuerdos campesinos de antes de la guerra. La bonhomía de su rostro, bien surcado por la vida, y la afabilidad de su trato hacían muy grata la compañía de quien por aquellos años debía de estar ya a punto de jubilarse.
Más hosco en principio en el trato me pareció al principio Enrique, el estudiante de telecomunicaciones con pinta de empollón que ocupaba una habitación que daba al patio de luces y que apenas tenía relación con el resto de los huéspedes, aunque al final acabamos los dos haciendo viajes juntos en nuestras respectivas vespinos. En uno de esos viajes, tomando unos vinos de Noblejas en una bodega Toledo, al lado de la catedral, me hizo saber entre risotadas beodas que tenía a la vista desde su cuarto a una vecina treintañera que se masturbaba con la ventana abierta los días de verano, y que él hacía lo propio desde la suya, sin lograr conseguirlo al unísono por su incorregible precipitación en el manoseo.
Lo de Enrique nadie más lo supo en la pensión por la confianza que puso en mí para compartir tal intimidad, a pesar de las sospechas en similar sentido que debía de albergar Ricardo, un mocetón con bigote caído, melena de frasco y luengas patillas que trabajaba en Nuevo Diario y que alguna madrugada nos facilitó cien o doscientas pesetas a los pupilos universitarios de la pensión pegando carteles con publicidad del periódico, viajes con el Real Madrid a las capitales europeas.
Esta de la propaganda fue mi primera relación laboral con el periodismo mientras estudiaba en la facultad de Ciencias de las Información, a la que acudía cuando me lo permitía mi trabajo por horas como recogedor de pedidos en un almacén de artículos deportivos que había en la calle de San Roque, al lado del diario vespertino Informaciones, en donde conocí por aquellas a Manolo Alcalá, el reportero de TVE que contó el golpe de estado del general Pinochet en Chile.
Fue por cierto trabajando en este almacén, junto a una secretaria algo mayor que yo que no dejaba de mostrarme los muslos cuando buscaba algo con parsimonia en las estanterías altas, donde tuve oportunidad de ver a nuestro anciano dictador en su coche descubierto pasando por la Gran Vía. Lo acompañaba el presidente de una república iberoamericana, puede que fuera la de Argentina, y me pareció más que factible la posibilidad de un magnicidio al tenerlo a no más de diez metros entre los escasos transeúntes que celebraban su paso.
De la pensión no recuerdo a nadie más, como no sea a otra vecinita adolescente del mismo piso que la del patio interior, pero esta asomada al balcón de la calle vestida de corto, blanca y rubia, sobre la que dejé caer unos cuantos poemas de balcón a balcón en aquellas noches caniculares en las que el vecindario buscaba la fresca. Con las coplas logre sentarme con ella una de esas noches calenturientas en un banco de la plaza de Lavapiés, a la luz de una farola que encendía de llama y de llamada la humedad de nuestros labios. Puedo asegurar que fueron mis versos los que abrieron los suyos. Si no, de qué, si no debía de tener más de quince años y su proceder fue tan entregado como imprevisto.
Tengo la idea algo difusa de que a la mañana siguiente, mientras hacía a pie como de costumbre el trayecto entre la pensión y el almacén para ahorrar en transporte el dinero que luego dedicaba a comprar libros de viejo en la Cuesta de Moyano, fui esbozando el largo poema que le dejé en el buzón unos meses más tarde, cuando en compañía de Juanito, uno de sus compañeros de trabajo y un camarero de La Sanabresa que se parecía a Orantes y le daba a la raqueta con tanta precisión y aguante como al folleteo, pasamos a compartir un modesto y luminoso piso más allá del Puente de Vallecas. Para entonces ya cursaba segundo de carrera y había encontrado trabajo por las noches como archivero en la prensa del meneo, tal como se conocía a la del régimen trágicamente constituido.
DdA, XXI/5.870
No hay comentarios:
Publicar un comentario