Félix Población
En mi reciente visita a Madrid, ciudad en la que residí más de veinte años, tuve oportunidad de transitar a pie por varias zonas que hace algo más de tres décadas me eran muy familiares: el entorno de la Glorieta de Bilbao, barrio de Malasaña, calles de Génova y Fuencarral, por un lado, y el barrio de Lavapiés y el de las Letras, por otro.
En algunos de esos barrios viví durante un cierto tiempo, cuando tan incansables eran mis paseos por la ciudad, atraído por su calles , plazas e historia, y por lo que aún conservaba de su vieja personalidad: la de las viejas tabernas donde se saboreaban estupendos platos de legumbres, la de los antiguos comercios y cafés, últimas reminiscencias ambientales de lo que había leído en las novelas de Pérez Galdós con las que me empapé durante mis primeros años matritenses.
Hoy la vieja villa es otra, como no puede ser de otro modo después de medio siglo, y de los largos paseos incansables he pasado a los menos largos paseos que me cansan, unidos a un notable incremento del estruendo circulatorio en las avenidas que me resulta en extremo atosigante y a un movimiento febril de los transeúntes que me agobia y perturba, acostumbrado como estoy al silencio y placidez de aldea.
Para colmo de mi desasosiego y desagrado, he encontrado alguno de esos viejos barrios en el corazón de la ciudad muy sucios, sobre todo en el hoy multicultural Lavapiés, en las zonas en concreto donde se localizan los contenedores de reciclaje. También he notado a sus gentes un tanto ajenas o indiferentes a esa suciedad, como si estuvieran hechas a su costumbre, sin que llene de vergüenza a quienes tienen responsabilidades de gobierno, que de seguro prestan una mayor diligencia en el indispensable cometido público de la limpieza a los barrios de alta renta.
Tampoco observo en los medios de comunicación, quizá por identificarse en su mayoría con los gobernantes y sus subvenciones, que se resalte todo lo debido esta deplorable particularidad, mucho más acusada que la que ya era tendencia cuando yo residía en el Barrio de las Letras -gobernando también el Partido Popular-, y al que sólo se sometía a una aseada limpieza muy localizada cuando el actual y emérito rey huido acudía a la Real Academia de la Historia, sita en la calle del León, que cruza mi calle de Las Huertas.
Paseando otra vez por este viejo barrio recordé el conocido cuplé de Celia Gámez, tildando de Madrid de la cochambre al de Indalecio Prieto y don Negrín. Sin embargo, faltos acaso de otras expectativas, una mayoría del electorado sigue eligiendo en las urnas al partido político de Isabel la de Rodríguez y las residencias de ancianos abandonados en su agonía y muerte, y a Martínez Almeida, llegado a la alcaldía de la villa para soltarnos aquella soflama de porque seremos fascistas, pero sabemos gobernar.
Hubo un tiempo en Madrid en el que los peculiares bandos de un alcalde llamando a la limpieza tuvieron bastante efecto en la ciudadanía, quizá porque aquel viejo profesor -así lo llamaban- logró lo que hoy parece un imposible: que la gente creyera en la honradez de su gestión y en la dignidad y hasta en la donosura de su palabra. Lo comprobamos quienes estuvimos en la que posiblemente fuera y vaya a ser, por mucho tiempo, la manifestación popular de duelo más multitudinaria de nuestro tiempo por un político que se mantuvo en activo hasta meses antes de su muerte en enero de 1986.
La sensación que me llevo, después de un fin de semana en Madrid, es que aquel joven que evocaba la ciudad pretérita y hasta la creía aún viva en parte de su personalidad urbana y en la de sus vecinos más arraigados, se ha transformado en un septuagenario renuente a pasearla por la casi imposibilidad de hallarla amable y hospitalaria, en medio del tráfago vertiginoso de vehículos y peatones, turistas y consumistas, ruido y contaminación, urgencias para todo y estreses crónicos, todo de lo que me ausenté cuando aún era más soportable y a lo que ya nunca me podría readaptar.
Regreso de allí cansado, aturdido y vacío, como si nada de lo vivido como paseante hubiese prendido en mi memoria o suscitado atisbos de sentimiento en mi sensibilidad, incluso ante aquellos rincones de los que guardo personales vivencias. ¿Será que la vida hacia la que se tiende en estas grandes ciudades está siendo concebida para vaciarnos, como corresponde a lo que algunos empiezan a llamar civilización de la superficialidad o civilización de la incivilización?
DdA, XXI/5.893
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