viernes, 20 de diciembre de 2024

EL DERECHO HURTADO A SECAR LA ROPA AL SOL



Leticia Gondi 

Llegó hace ya algunos días al buzón de esta, mi comunidad, un pliego recordando la ordenanza al respecto de colgar la ropa en las fachadas que dan a la calle, advirtiendo, además, de las consecuencias que tal quebrantamiento podría acarrear.
Tratando de averiguar en los rescoldos de mi ya precaria memoria, en qué momento algo tan común como secar la colada, se había tipificado en delito, me llevó aquella, como casi todos los viajes que emprendo en busca de inicios, al pueblo donde me crié. A un verano indeterminado de finales de los 80. A la colina para ser más concreta, donde mi hermana, mis amigas y yo misma subíamos con frecuencia a jugar siendo niñas.
Y nítida se me reveló una escena, breve como los días de infancia; en cuclillas, «cocinando» con barro, ramitas y flores silvestres.
Cerca, tarareando divertida, una mujer ataviada con mandilón de cuadros y zapatillas de paño, va sacando sábanas de un barreño metálico, para agitarlas cortando el aire con golpes secos, abajo y arriba ante ella y extenderlas directamente sobre la hierba, cerca de donde nosotras, sin que su presencia, ni el inesperado aroma a jabón de Marsella desleído en el ambiente, ni la extrañeza que habría de originarnos tal acción, altere nuestro recreo.
Ahí, justo en esa mañana brillante al pie de una tapia, se halla mi primer recuerdo consciente del quehacer que supone lavar y secar la ropa.
No ha tanto que en esta villa, y asumo, en todas las villas de este país y por extensión, de Occidente, ondeaban en alternancia blanca e índigo, miríadas de sábanas, toallas, y monos de trabajo remendados, izados estos al viento como banderas insignia del proletariado, estandartes que anunciaban la presencia de una enorgullecida clase obrera.
Un gesto aquel tan cotidiano como revolucionario teniendo en cuenta que no lejos de aquellas viviendas-colmena levantadas en los 60 para absorber el éxodo masivo del rural hacia los nuevos barrios en la periferia urbana, en las casas más pudientes, lo doméstico y sus impúdicas cuestiones, quedaban desplazadas a la trastienda, donde nadie pudiera verlas. En áreas acotadas al servicio, accesibles por entradas cuyo uso quedaba reservado a las chachas. Fuesen quienes fuesen las chachas en aquel momento histórico.
Aquellas fachadas, insisto, proclamaban la dignidad del trabajo y la honestidad de una vida sencilla. Exhibiendo como digo, la pertenencia de clase.
A pie de asfalto caían de sus ventanas, pinzas y estribillos populares y diálogos trufados de sabios refranes con acento sureño… Eran las mujeres de los trabajadores inmigrados, tendiendo la ropa al aire.
En tanto los días se suceden hacendosos y ajenos a la clase acomodada, aquella, celosa de su intimidad, no ve con buenos ojos semejante ostentación de lo doméstico. Para quienes tales menesteres son cosa de mujeres [no de las suyas propias, claro], habitantes de casas espaciosas con puerta de servidumbre, la colada no deja de ser una sórdida estampa que conviene ahorrarle al transeúnte; pues el mero vestigio de una mancha de sudor o de óxido o de grasa o de pescado o de betún o sobre todo, de carbón, son algo vergonzante. Y así, con la misma hipocresía con la que se ocultaba la pobreza o la enfermedad, fue decretada la desaparición de la ropa tendida en las calles aduciendo razones tan fútiles como arbitrarias.
Las ordenanzas municipales de cualquier ayuntamiento con censo superior a los 10 mil habitantes, redactadas por aquellas mismas manos que nunca habían trabajado, sentaron un relato que perdura hasta nuestros días, hecho a base de opiniones subjetivas y medias verdades, que a la postre cuesta más desmentir; la ropa expuesta en las fachadas, causa «mala imagen» produciendo un «deterioro estético» del paisaje.
La salud, ayer como hoy, parecía importarles un bledo.
[Ciudades como Cachemira, Venecia, Nápoles o La Habana, donde la ropa tendida entre balcones integra la panorámica urbana, desmontan la veracidad de tales argumentos. Allí, la colada no es una ofensa a la vista, sino un testimonio de la vida que palpita empoderada, recordando a los turistas la ciudad que es, ante todo, un espacio habitado que exige seguir siéndolo].
Cabe decir que a quienes entonces ocupaban edificios amplios con accesos no solo al exterior, sino a patios de manzana, la nueva restricción no supuso perjuicio alguno; ya que a ellos no les afectaba, ¡que cada perro lama su culo!
El problema, grave, serio, de salud huelga decir, hubieron de soportarlo las familias cuyos hogares carecían de zona de tendido y de ventanas a patio interior. A menudo, además, faltos de calefacción; multiplicando el problema y sus consecuencias.
La ropa pasó a secarse entre paredes, en un proceso fisicoquímico que podía prolongarse a lo largo de varios días, provocando toda suerte de enfermedades, pues la humedad se convierte en un enemigo invisible, un tumor silencioso que se infiltra y perdura no solo en las casas, sino en los pulmones de nuestras hijas e hijos, derivando en alergias, asma y otras patologías respiratorias, mientras los ayuntamientos miran hacia otro lado, más preocupados por la cosmética urbana que por la salud de su ciudadanía.
Aquí, en Gijón y ahora, 20 de diciembre, os pregunto ¿en qué momento permitimos que se nos hurtase el derecho a secar la ropa al sol? Como todo aquello que se reconoce e identifica en lo femenino, se posterga, devalúa o directamente se invisibiliza, a veces de manera indefinida. ¿Habrían permitido aquellos hombres [adalides de la lucha de clase], de haber sido hombres «de sus casas», una norma tan clasista y perniciosa?
Permitidme que lo dude.

DdA, XX/5.857

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