jueves, 26 de diciembre de 2024

CIEN AÑOS DEL BANCO DE LA TOTENKORPF



Félix Población 

Las personas de mi generación reconocerán de inmediato que estos sólidos bancos de piedra y hierro, resistentes a cualquier tipo de vandalismo -incluso a los perpetrados durante la última Guerra Civil-, formaron parte del paisaje urbano de nuestra niñez en la villa de Gijón, como también lo formaron de la de nuestros padres. Según mi apreciado informador Luis Miguel Piñera, cronista de aquella villa, su primera ubicación estuvo en El Muro en los inicios de los años veinte del pasado siglo, concretamente en 1923, por lo que han cumplido un siglo ya de vida, manteniéndose ahora incólumes, como si no hubiera llovido las inclemencias cien inviernos sobre ellos, en el parque Isabel la Católica. 

No se trataba de unos bancos cómodos, sobre todo para apoyarse en el distante y férreo respaldo, pero sí permitían que los transeúntes pudieran sentarse a uno y otro lado. El asiento sobre piedra caliza del Naranco ovetense tampoco se puede decir que fuera muy acogedor en los días fríos de invierno, mucho menos para quienes los conocimos y usamos con pantalones cortos.  

En su primera ubicación, antes de la guerra, estaban pintados de verde oscuro, según Piñera, que era el color también del barandal del muro, hasta que durante la dictadura se pintó de blanco. El diseño es obra de un arquitecto, Miguel García de la Cruz, con obras singulares en Gijón como el edificio de la Gota de Leche, el de Correos o la Casa de Paquet, en puerto interior, más conocido por El Muelle, otrora puerto pesquero y ahora puerto deportivo. 

La fotografía de Yolanda Rivero evoca a bote pronto una imagen de nuestra niñez en el parque Isabel la Católica, a la que sólo le faltan la mano grande del abuelo en nuestra mano y el vendedor de pirulís o barquillos con su visera y su chaqueta blanca, aquel que decía los traigo de miel, y parecía que al vocearlo endulzaba el aire, más que nada porque muchas veces teníamos que conformarnos con el aire, por las muchas niñeces que rimaban con las estrecheces de la época.


Agradezco la instantánea de mi amiga gijonesa porque, además de esa memoria personal, también me permite hacer memoria histórica con este viejo elemento del mobiliario urbano. El del parque podría hasta llegar a ser el que sirvió de asiento a unos militares alemanes en distendida plática en julio de 1938, meses después de que la ciudad fuera ocupada por las tropas sublevadas, gracias precisamente a la colaboración que los aviadores de la Alemania nazi prestaron con sucesivos bombardeos sobre la ciudad, algunos de ellos hasta días antes de su ocupación.

La fotografía la había encontrado hace años en la web El hangar de TJ, que versa sobre aviación militar y civil, y su redactor hace notar la distinción entre dos de los militares, pertenecientes al parecer a tripulantes del modelo de tanques Panzer I, y un aviador de la Legión Cóndor. Los dos primeros llevan inscrito en el frente de su gorra un distintivo con una calavera, la conocida como Totenkorpf, que en alemán significa literalmente cabeza de muerto, similar a la imagen de una calavera con dos huesos cruzados que advierte del peligro de muerte en los tendidos de alta tensión. 

En mis archivos gijoneses había guardado esa instantánea con un pie similar al que he utilizado para titular este artículo, aunque lo más estimulante del mismo sea el punto de mira de Yolanda, centrado en la memoria sentimental más que en la histórica (aunque una y otra se alienten), de triste recordación para la generación de nuestros padres y abuelos.

DdA, XX/5.862

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