Macrino Fernández Riera
Diciembre de 1922. Rosario de Acuña tiene setenta y dos años. Guerra de Marruecos. Tras la derrota de Annual, en la que perdieron la vida cerca de once mil soldados españoles, el Gobierno encargó una investigación de lo ocurrido. Al conocerse que en el denominado informe Picasso se ponía en evidencia la negligencia e irresponsabilidad del alto mando militar, un clamor popular recorre el país exigiendo responsabilidades. Rosario de Acuña, indignada por cuanto se va conociendo, decide luchar contra la desesperanza y la resignación utilizando el arma que mejor domina: toma la pluma y da forma a tres escritos que, con el mismo título («¡Justicia!... ¡Justicia!... ¡Justicia!»), dirige a las mujeres (⇑), a los masones y al pueblo. En el primero de ellos escribe:
Enero de 1923, setenta y dos años. En una inclemente noche, una goleta naufraga en el litoral gijonés, en la zona de los acantilados de El Cervigón en cuyas proximidades se ubica la casa de Rosario de Acuña. Dos marineros fueron tragados por el mar; los otros dos, tras ser rescatados por unos jóvenes que se lanzaron al agua, son trasladados a la vivienda de la escritora, donde se les facilitó ropas de abrigo y recibieron las primeras curas. El naufragio pone en evidencia, una vez más, que los hombres de la mar están abandonados a su suerte. La pluma de aquella anciana sale de nuevo a la palestra reclamando justicia (⇑), una vez más:
Atenta observadora del comportamiento humano, nada de lo que pasaba a su alrededor le era indiferente y sus entrañas se revolvían ante las injusticias, ante el sufrimiento de los más desfavorecidos. Y así fue hasta sus últimos días, como prueban estos textos, escritos y publicados tan solo unos meses antes de su muerte. Por si no bastaran como ejemplo, ahí están los dos registros que los guardias civiles realizaron en su casa con ocasión de la huelga general de 1917, porque las autoridades recelaban de sus escritos de entonces (⇑) («¿No es hora ya de que los que ansían vivir se recojan en una fuerte mesnada y, CLAMOROSAMENTE, ENTUSIASTAMENTE, FERVOROSAMENTE, pidan, o EXIJAN ser tomados en cuenta en la vida de la Humanidad?»); ahí está también «La jarca de la Universidad», su dura respuesta a la agresión sufrida por una universitaria a la salida de las clases a las que asistía en la universidad madrileña, un escrito que la llevó al exilio (⇑), que la condenó a padecer estrecheces y penurias. A pesar de todo, estas y otras más fueron batallas que no buscó, que salieron a su encuentro, que no pudo eludir. De hecho, por más que la suya fuese una vida de lucha, tan solo en una ocasión decidió enfundar la armadura; tan solo en una ocasión quiso voluntariamente acudir al «campo de glorioso combate» para luchar contra el oscurantismo reinante, responsable de que buena parte de sus semajantes penaran en brazos de la miseria. Aquella fue la campaña de Las Dominicales.
En la cabecera figuran como redactores Ramón Chiés y Demófilo, seudónimo de Fernando Lozano; poco más abajo aparece su primer manifiesto, el texto en el cual dan cuenta de la razón que les impulsa a poner en marcha tal empresa:
A partir de aquel primer número, las cuatro páginas del semanario se convertirán en el punto de encuentro de quienes se hallan en los arrabales del régimen canovista: librepensadores, republicanos, anticlericales, deístas, masones, teósofos... No admite anuncios de pago y los que aparecen en la contraportada, de inserción gratuita, muestran su simpatía por la Institución Libre de Ensañanza, la Sociedad Protectora de los Niños o la Asociación para la Enseñanza de la Mujer... ¡La mujer! Conscientes de que su ausencia puede ser el flanco más débil de aquel proyecto que acaba de ver la luz, en el número dos se inserta un llamamiento a su participación «¡Cuánto no daríamos por verte al lado de nuestra causa! [...] ¡Cuánto, cuánto no diéramos porque tu corazón se juntara al nuestro en el amor de las ideas modernas!».
Rosario de Acuña y Villanueva vivía por entonces en una quinta campestre situada a las afueras de la localidad de Pinto. Concluida la etapa que la pareja pasó en Zaragoza (⇑), su marido había pasado a la situación de supernumerario en el Ejército, integrándose en la plantilla del Ministerio de Fomento como visitador de Agricultura e integrante del equipo de Gaceta Agrícola, publicación en la que ella colaborará. La relación entre Rafael y Rosario parece que ha mejorado.
Con la ayuda, en calidad de sirvientes, de un matrimonio manchego y su hija, a los que, gracias a la fortuna que por entonces poseía, podía pagar espléndidamente, se dispuso a disfrutar de aquel oasis paradisíaco en el que vivía ilusionada, con la firme pretensión de convertir su morada en una unidad de producción autosuficiente, al tiempo que acogedora estancia para el solaz de sus moradores. Su nueva villa pinteña disponía de un palomar con pichonas moñudas o volteadoras; un corral con gallinas cochinchinas y de otras variadas razas; un establo con dos caballos, fuertes y mansos, compañeros necesarios en sus múltiples expediciones por los caminos patrios; frutales diversos entre los que no faltaban los ciruelos, el albaricoquero, el nogal o la morera; arbustos y plantas de todas clases (acacias, madreselvas, enredaderas, claveles, azucenas, lirios…) que cubrían de sombra los cenadores y envolvían de delicados aromas el ambiente; un maizal, una cuidada huerta… y todo ello bien regado por múltiples regueras de animada agua.
La nueva vida en el campo parece satisfacerla plenamente. No obstante, aquella aventura vital, aquella nueva esperanzadora etapa va a verse bruscamente alterada al poco de haber comenzado. En el mes de enero de 1883 fallece su padre (⇑), joven aún, pues apenas cuenta cincuenta y cuatro años de edad. Un mazazo en la incipiente ilusión recuperada: la muerte «vino a recoger de mi lado el más querido, el más idolatrado de cuantos seres me rodeaban».
La muerte del padre debió de precipitar la ruptura definitiva de su matrimonio. En el mismo mes de enero cesa Rafael de Laiglesia en su puesto de visitador de Agricultura, Industria y Comercio y en la Gaceta Agrícola. Cuatro meses después, se convierte en el nuevo jefe de la Sección de Contribuciones de la sucursal del Banco de España en Badajoz. Desde entonces sus vidas discurrirán por alejadas trayectorias. Huérfana de padre («un alma como la suya, gemela en el amor hacia todas las lealtades») y definitivamente separada de su marido (⇑), los meses que siguieron a aquel aciago inicio de 1883 conformaron un tiempo de gran trascendencia para nuestra protagonista, a juzgar por el brusco giro que, tiempo después, tomó su vida. Aquellos fueron meses de agonía constante, de existenciales dudas, de profundas vacilaciones, de juveniles evocaciones, de repensadas vivencias; fueron meses de reacomodo,de cambio, de metamorfosis.
Fue en ese tiempo cuando, por casualidad, se produjo su encuentro con el semanario librepensador. Volvía de la capital con varios paquetes envueltos en papel de periódico. Al desenvolverlos, sus ojos repararon en un título que nunca antes había leído: Las Dominicales del Libre Pensamiento. Allí se encontraba, hecho tinta, encarnado, el ideal de libertad. Al ojear sus páginas, al leer sus escritos, al desmenuzar sus frases, su ser se estremeció ante aquel ejemplo real, lo tenía entre sus manos, de lo que para ella había sido hasta entonces parte de un ideal inalcanzable, al menos en aquella sociedad que le había tocado vivir: por las cinco columnas de cada una de aquellas páginas rezumaban las esencias de la libertad, de la justicia y de la fraternidad. Tras este primer encuentro con el aún joven semanario, Rosario se convirtió en fiel lectora de sus páginas: «¡Cuánto he meditado teniéndolas delante y con los ojos a medio cerrar, para resumir mejor la síntesis de cada uno de sus artículos!». Tenía delante de sus ojos lo que para ella era «el grito primero, el más valiente, el más conmovedor y el más imposible de ahogar de un pueblo que despierta...». Tan solo veía un problema, tan solo encontraba un punto débil en aquel proyecto: «¡Defender la libertad de pensamiento sin contar con la mujer! ¡Regenerar la sociedad y afirmar las conquistas de los siglos sin contar con la mujer! ¡Imposible!».
¡La mujer! Confinada en el hogar, adormecida su capacidad de aprender, de pensar por sí misma, desconocedora de «la fe de la naturaleza, de la ciencia y de la humanidad», se cobija en cuanto le inspira confianza, en aquello que le enseñaron en su niñez: es presa fácil del púlpito y del confesionario, queda a merced de los enemigos de la libertad. Convencida de que no se puede vencer en aquella batalla sin entrar en lo más íntimo del hogar, convencida de que resulta imprescindible cubrir aquel flanco, Rosario de Acuña y Villanueva decide dar un paso al frente, haciendo pública su adhesión a la causa del librepensamiento (⇑), con el firme propósito de «combatir a los enemigos, sean los que fueren, del hogar, de la virtud femenina, de la ilustración de la mujer, de la dignificación de la compañera del hombre».
Con la publicación de aquella carta dirigida a Ramón Chíes, que vio la luz el 28 de diciembre de 1884 en la portada del número 98 de DLP bajo el título «Valiosísima adhesión», Rosario de Acuña sale decidida a la palestra, presta a combatir: «vengo a este campo de glorioso combate con creencias que por nada ni por nadie consentiré en perder...».
Bueno, en realidad la campaña comenzó algunas semanas antes, con ocasión de la huelga de los universitarios madrileños en defensa del profesor Miguel Morayta, a quien la prensa confesional y la jerarquía católica acusan de haber pronunciado un discurso herético en la lección inaugural del curso. En una nota pública que será ampliamente reproducida en la prensa de la capital, Rosario de Acuña les brinda todo su apoyo (⇑), anunciando que, en el caso de que los estudiantes perdieran la matrícula de honor por encontrarse en huelga, ella costearía el pago de la de uno de ellos, de quien estuviera más adelantado en la carrera y contara con el mejor expediente académico. Su anuncio provocó la reacción de una parte de la prensa («ha de perdonarnos la libre pensadora poetisa [...] el que hagamos notar que, si es aceptable la mujer literata, no lo es seguramente la mujer política; y que si no suelen sentar mal en su sexo las "medias azules", sienta detestablemente mal el gorro colorado»). En el otro bando, aplauden con entusiasmo. Lo hace otro sector de la prensa (La República, El Porvenir, El Liberal...); también los estudiantes. Una comisión de los universitarios en huelga, encabezada por Luis París Zejín (el mismo a quien dos décadas después convertiría en uno de sus dos ejecutores testamentarios ⇑ ), publica una nota, aceptando el ofrecimiento y agradeciéndole efusivamente su apoyo.
Aquella nota, aquel apoyo público a los huelguistas, la ha puesto en evidencia. Ya hay quien la tilda de librepensadora... ¿a qué esperar más? Con la decisión ya tomada, tan solo hacía falta la ocasión propicia, y aquella se produjo en el banquete que organizó en el café de Fornos (⇑). Entre los invitados, además de los integrantes de la comisión de estudiantes, se encontraba el profesor Morayta, el industrial –masón y republicano– Ruperto J. Chávarri, el escritor y diputado Eduardo Gómez Sigura (⇑); también Ramón Chíes. En un aparte, en conversación particular, la anfitriona ya adelantó al codirector del semanario la decisión que había tomado.
No hay duda, pues, a la hora de fijar el momento en el que Rosario de Acuña inicia la campaña de Las Dominicales: finales de 1884, como prueba su carta de adhesión. En cuanto a su finalización, no creo que pueda haberlas, pues, aunque no contemos con documento de similar naturaleza, sí que disponemos de algunas evidencias que nos permiten apuntar que tuvo lugar en el transcurso del año 1891:
Primero, consta por escrito su decidida voluntad de «retirarse del trabajo activo de la inteligencia» a «la crítica edad de cuarenta», y esos eran justamente los años que tenía cuando, en mi opinión, la dio por concluida. Segundo, resulta coherente con tal decisión, que para entonces, decidiese entablar su última batalla (⇑): poner en marcha el proyecto de El padre Juan, un drama al servicio de la propaganda librepensadora, cuyo estreno tuvo lugar meses después de que su autora hubiera cumplido la cuarta década de su vida. Tercero, tras los coletazos del escándalo que se produce cuando, pocas horas de su estreno, la autoridad gubernativa suspende la representación de esta obra, su firma prácticamente desaparece de las páginas del semanario. En la práctica, su colaboración ha finalizado. Cuarto, por si aún hubiera existido alguna posibilidad de que pudiera reconsiderar su decisión de abandonar por entonces el trabajo activo de la inteligencia, resulta que su dañada salud lo habría impedido. A finales de 1891, queda postrada en la cama víctima de unas fiebres palúdicas que la dejan al borde mismo de la muerte. Esa es la razón por la cual no puede asistir al Congreso Universal de Librepensamiento que meses después se celebra en Madrid, tal y como le explica a su presidente, su amigo Remigio Sánchez Covisa (⇑), a quien envía un lote de ejemplares de El padre Juan con el encargo de que se entreguen a cada uno de los representantes que asistan al citado congreso (así también se lo hace saber al director de DLP (⇑), en un comunicado en el cual hace pública la razón de su ausencia); y quinto, en los inicios del verano de 1892, tras varios meses de padecimiento, en una dedicatoria al médico (⇑) que la ha atendido en su enfermedad le cuenta que está «próxima a marchar por largo tiempo, quizás para siempre, a orillas del Océano»: propósito que parece confirmar que ha concluido la campaña, que tiene en mente iniciar una nueva etapa en su vida. Y así sucederá: apenas unos años después la encontramos en una pequeña localidad de Cantabria, en las proximidades del mar, regentando una granja avícola. En consecuencia, habremos de convenir que la campaña de Las Dominicales discurre en el periodo comprendido entre finales de 1884 y 1891.
A lo largo de estos siete años Rosario de Acuña se entrega a la tarea de combatir a los enemigos de la ilustración de la mujer, de la dignificación de la compañera del hombre, y el semanario dirigido por Chíes y Lozano se convierte en el instrumento más eficaz de la campaña. Sus escritos, que son recibidos con entusiasmo por quienes, de una u otra forma, se oponen al imperio del pensamiento único, aportan altas dosis de ilusión y fecundo sustrato ideológico a los suyos ( ¡Ateos! ⇑, Hipatia ⇑, Se lo merecen ⇑, La ramera ⇑...). Su palabra –ariete demoledor del oscurantismo, al tiempo que vigoroso acicate para quienes lo padecen– es seguida con expectación por un creciente número de mujeres, como bien prueban las adhesiones y cartas de agradecimiento que regularmente aparecen publicados en sus páginas. Tal y como se cuenta en el comentario 171. Mujeres en lucha (⇑), la lista se va ampliando semana a semana; cada vez son más las que, siguiendo su testimonio, van «anunciando a la mujer que su sitio está al lado de la libertad y del progreso». Una de ellas, Amalia Carvia Bernal, recordará años más tarde la trascendencia que tuvo la campaña de Las Dominicales para el despertar de la mujer española:
Durante estos siete años de lucha no desaprovechó ocasión para combatir a cuantos habían sumido a su patria en el oscurantismo, y lo hizo en diferentes frentes, con distintos medios:
A la hora de buscar posibles aliadas en aquel desigual enfrentamiento, eran escasas las opciones existentes, pues apenas unas pocas habían conseguido desembarazarse del férreo control clerical y solo algunas habían logrado fraguar algún tipo de colaboración entre ellas. Tal era el caso del movimiento espiritista que se había formado en torno al semanario La Luz del Porvenir, fundado por Amalia Domingo Soler en 1879. Escrito por mujeres y dirigido a las mujeres, sus páginas estuvieron siempre abiertas a cuanto tuviera que ver con la defensa de los derechos de la mujer, el librepensamiento y el laicismo. Desde los inicios de su campaña, Rosario de Acuña encontró en aquel círculo de mujeres un fiel aliado y la revista se convirtió en altavoz de su palabra, reproduciendo con prontitud los escritos publicados en DLP. No obstante, había otro grupo que para su empeño tenía un mayor valor estratégico: la masonería, institución que vivía por entonces una etapa de expansión y de apertura a la presencia de la mujer, con logias integradas exclusivamente por mujeres (las llamadas «logias de adopción») o con logias mixtas; en ambos casos, con los mismos títulos, rito y derechos que el hombre. Dado el creciente número de mujeres que ingresan en la masonería (con un censo de varios centenares en el último cuarto del siglo XIX), aquel parece ser un bastión estratégico. Tras su ceremonia de iniciación en la logia alicantina Constante Alona que tuvo lugar en febrero de 1886, Rosario de Acuña participa en diversos actos institucionales de la masonería (inauguración del colegio-asilo de Getafe (⇑), promovido por el Gran Oriente Nacional de España; instalación de la logia de adopción Hijas del Progreso ⇑), al tiempo que mantiene contactos con algunos de sus más destacados representantes (tal es el caso de su entrevista con la infanta María Olvido de Borbón (⇑), protectora de la masonería de adopción).
b) Acostumbrada a recorrer el suelo patrio a lomos de un caballo, las expediciones que realizó durante la campaña debieron de ser muy útiles a sus propósitos, en tanto en cuanto le permitían conocer de primera mano los efectos que surtían las batallas que entablaba, al tiempo que ponía en evidencia las secuelas del fanatismo que se encontraba a su paso. Gracias a las comunicaciones que envió a Chíes y Lozano, conocemos con cierto detalle la expedición que llevó a cabo en 1887 por León, Asturias y Galicia y de la cual he dado cuenta en un comentario anterior (⇑). Su llegada a las localidades que visita no pasa desapercibida para nadie: quienes ansían el triunfo de la libertad de conciencia, la agasajan; quienes la ven como una atea, una enemiga de la religión católica («la única de la Nación española»), la rechazan, la insultan, la amenazan, la denuncian. Ejemplos de este dispar recibimiento, evidencia de los efectos de su campaña, los encontramos en ¡Luarca!... (⇑), o en Mis últimas jornadas (⇑), donde nos cuenta de las peripecias que le acontecen por tierras orensanas (un jinete la persigue, es escoltada por una pareja de la Guardia Civil, hay una denuncia contra ella, es interrogada por el juez de primera instancia de Barco de Valdeorras...). El eco de sus escritos, el rumor de su campaña de Las Dominicales, han llegado a aquellas tierras y su presencia, ciertamente, no pasa desapercibida. Menos aún desde que se conocieran sus comentarios acerca del «atraso, la corrupción y la ignorancia de nuestras costumbres», del sometimiento de las conciencias que ha visto en algunos obreros asturianos y que ha descrito en Restos del feudalismo (Trubia) (⇑), de los horrores del fanatismo religioso, del macabro ritual que protagonizan los endemoniados de Santa Eufemia (⇑).
d) Persecuciones, insultos, querellas, problemas con la correspondencia que no siempre llega a su destino y que en otras ocasiones lo hace con evidentes señales de registro... El primero de noviembre de 1890 cumplirá cuarenta años, «la crítica edad de los cuarenta», el momento elegido para «retirarse del trabajo activo de la inteligencia», ocasión propicia para preparar algo especial, su despedida. Para ello nada mejor que utilizar el escenario para enfrentar la luz del librepensamiento contra la oscuridad del clericalismo, al joven Ramón de Monforte (joven, rico, republicano y librepensador) contra el viejo padre Juan (un sombrío franciscano que domina las conciencias del pueblo y responsable último del asesinato del idealista y desinteresado protagonista): el teatro al servicio de la apología de la libertad de conciencia. Tal y como he contado en un comentario anterior (⇑), tras no pocos esfuerzos, el viernes 3 de abril de 1891 se alza el telón del madrileño teatro Alhambra para presentar en sociedad El padre Juan, drama en tres actos y en prosa. Aplaudieron con entusiasmo y reclamaron la presencia de la autora en el escenario. Bien es verdad que la mayor parte del público asistente debía de comulgar con la causa. No toda, ciertamente, pues a la mañana siguiente el gobernador de Madrid suspendía las representaciones de la obra. La batalla de El padre Juan se salda con sombras y luces, descalabro económico (ella había corrido con todos los gastos de producción, alquiler del teatro, vestuario, decorados...) y estimulante cierre de filas en torno a su persona, por parte de quienes ansían una patria libre del pesado yugo de la superstición y el fanatismo. Alejada del campo de batalla, en la tranquilidad de su villa campestre, analizando con mesura los lances de aquella última batalla, resuelve esperanzada que entre la sarta de daños florecen los beneficios. «En cuanto al éxito positivo de El padreJuan, ¡qué éxito!».
La batalla de El padre Juan fue la última de la campaña de Las Dominicales. Tras recuperarse de unas fiebres palúdicas que la llevaron al borde de la muerte, busca un lugar cerca del océano en el cual iniciar una nueva etapa en su vida. Unos años más tarde de aquel estreno en el teatro Alhambra la encontramos en una pequeña localidad de Cantabria, en las proximidades del mar, regentando una granja avícola. Por mucho que ansiara alejarse del ajetreo urbano, por mucho que quisiera disfrutar de la Naturaleza, nada de lo que pasaba a su alrededor le era indiferente y sus entrañas se revolvían ante las injusticias, ante el sufrimiento de los más desfavorecidos. Por mucho que se alejara del campo de batalla, la suya fue la vida de una luchadora. Pero solo en una ocasión decidió enfundar la armadura; tan solo en una ocasión quiso voluntariamente acudir al «campo de glorioso combate» para luchar contra el oscurantismo reinante, responsable de que buena parte de sus semejantes penaran en brazos de la miseria. Aquella fue la campaña de Las Dominicales.
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