domingo, 10 de noviembre de 2024

¡EL MUNDO ES TAN BONITO, Y A MÍ ME DA TANTA PENA MORIR!

 CARTA A MI ABUELA JOSEFA

José Saramago

Tienes noventa años. Estás mayor y dolorida. Me cuentas que fuiste la joven más bella de tu época — y yo te creo. No sabes leer. Tienes las manos hinchadas y deformes, los pies maltrechos. Sobre la cabeza llevaste toneladas de paja y leña, baldes llenos de agua.
Viste salir el sol todos los días. Con todo el pan que amasaste se podría haber hecho un banquete universal. Criaste personas y ganado, y llegaste a meter lechones en tu propia cama para evitar que murieran de frío. Me contaste historias de apariciones y hombres lobo, viejas historias de familia, un asesinato. Pilar de tu casa, fuego de tu hogar — siete veces quedaste preñada, siete veces diste a luz.
No sabes nada del mundo. No entiendes de política, ni de economía, ni de literatura, ni de filosofía, ni de religión. Heredaste unos escasos cientos de palabras prácticas, un vocabulario somero. Con esto viviste y vas viviendo. Muestras preocupación e interés por las catástrofes y también por lo que pasa en la calle, por las bodas de las princesas, y por si a tu vecina le roban unos conejos. Sientes grandes odios por motivos que ya no recuerdas, grandes devociones que no se deben a nada concreto. Vives. Para ti, la palabra Vietnam apenas es un sonido extraño que no cabe en el horizonte de legua y media en que te mueves. Del hambre, algo sabes; ya viste izarse una bandera negra en la torre de la iglesia. (¿Me lo contaste tú, o habré soñado yo que tú me lo contabas?).
Contigo va tu pequeño abanico de intereses. Y, no obstante, tienes los ojos claros y eres alegre. Tu risa es como los fuegos artificiales. No he visto reír a nadie como a ti. Estoy delante de ti, y no entiendo. Soy carne de tu carne y sangre de tu sangre, pero no entiendo. Viniste a este mundo y no trataste de saber lo que es el mundo. Llegas al fin de la vida, y el mundo aún es, para ti, lo que era cuando naciste: una interrogación, un misterio inaccesible, algo que no forma parte de tu legado: quinientas palabras, un huerto al que dar la vuelta en cinco minutos, una casa de tejas sueltas y suelo de barro. Aprieto tu mano llena de callos, paso mi mano por tu rostro arrugado y por tus cabellos blancos — y sigo sin entender. Fuiste guapa, dices, y bien veo que eres inteligente. ¿Y por qué entonces te robaron el mundo? ¿Quién te lo robó? Pero de esto tal vez yo sí entienda, y podría decirte el cómo, el porqué y el cuándo si supiese escoger, de entre mis innumerables palabras, las que tú pudieses comprender. Ya no vale la pena. El mundo continuará sin ti — y sin mí. No nos habremos dicho el uno al otro lo más importante. ¿Pero podemos estar seguros de eso? Yo no habré dicho nada porque mis palabras no son las tuyas, ni representan el mundo a ti debido. Me quedo con esta culpa de la que no me acusas — y eso es, si cabe, lo peor. Pero ¿por qué, abuela, te sientas tú a la solana de tu puerta, abierta hacia la noche inmensa y estrellada, hacia el cielo del que nada sabes y por el que jamás viajarás, hacia el silencio de los campos y de los árboles asombrados, y dices, con la tranquila serenidad de tus noventa años y el fuego de tu adolescencia nunca perdida: «¡El mundo es tan bonito, y a mí me da tanta pena morir!»?
Es esto lo que no entiendo — pero la culpa no es tuya.

DdA, XX/5.818

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