En la fotografía aparece el autor del texto, mi viejo y recordado amigo Max, compañero de bachillerato en el instituto Jovellanos de Gijón en los años sesenta del pasado siglo. Es uno de los alumnos que están junto al maestro de la localidad tevergana de Prado, padre del actual alcalde Oviedo Alfredo Canteli, que está delante del maestro y detrás de Max.
Hoy os dejo unos recuerdos del pueblo donde me crié, de haz unos años.
“Memoria de un día cualquiera”
Vivía por aquel entonces con los abuelos, en un pequeño y bucólico pueblo, del concejo de Teverga, conocido como Prau, comunicado a duras penas con la capital del municipio, por medio de un cuesto camino de herradura. Pronto cumpliría los diez años y rezaba como huérfano de madre, estado que me permitía sentir sobre mi a menudo, la mirada de conmiseración de los mayores como diciéndose ¡probitín!
El caso es que (como ya conté en otra ocasión) no había llegado a conocer a mí progenitora, ya que falleció antes que un servidor se atreviera a dar sus primeros y tambaleantes pasos sobre mis torcidas canillas. Por esa razón crecía en la aldea, cuidado y bien atendido pero poco agradecido -como ruin comedor que era- Siendo apenas un gurriapo, con un garitu de pan de escanda con un cuenco de leche, dando cuerpo a una curiosa faruga, era abondo (bastante) pa fartucame las más de las veces, así que no era de extrañar que estuviese flaco como perro sin amo. Hacía compañía al par que daba más trabajo a los viejos y gastados abuelos, en vez de hacerlo en Gijón, que era donde trabajaba padre, al que la humedad de la mina de carbón -que le sentaba mal- le había obligado unos cuantos años antes a emigrar de la remota aldea a otras tierras -en plena posguerra- en busca de nuevos horizontes y un trabajo algo menos penoso.
Aunque bien es verdad que nadie le libró de tener que ponerse al lomo la albarda oficial, tan necesaria entonces y siempre, para que los pobres traten de ganarse unos garitos de pan, que logren mitigar la propia fame y la de su numerosa prole, dado que en aquellos tiempos de cerrado, sacristía y prietas las filas, era articulo de fe el tener los hijos que Dios te diera, contando con pocas posibilidades de que la reclamación al maestro armero, prosperase.
Me recuerdo con el pelo rubio, llorón compulsivo y muy tímido, siendo una res diminuta –un gurriapo- me admiraba como levantaban derecha la cola los zalameros gatos y en una ocasión ni corto ni perezoso, y dado que me quedaba a la altura, probé a suspender en vilo por aquel rabo tieso al que yo creía mimoso animal, no se si fue mayor el susto del minino al verse menospreciado y elevado de aquella guisa tan poco airosa, o el propio, al sentir el bufido y recibir los arañazos que rápidamente me propinó el felino… enseñándome de paso que en esta vida es muy conveniente refrenar los repentinos impulsos o bien atenerse a las desagradables consecuencias; pese al desgraciado incidente, siempre fui bastante amigo de los miaus.
Mientras esperaba que el abuelo Avelino trajese de la cuadra el mulo aparejado, había quedado encargado por este, de cuidar que al perro no se le ocurriese hurgar o hincar el diente a las alforjas, que despedían un olor apetitoso y contenían el puchero, las empanadas, las lonchas de jamón, las longanizas, el pan y demás viandas preparadas previamente con amorosa mano por la abuela Estrella, y de las que esperábamos dar buena cuenta más tarde, repartidas en un soberano almuerzo, la comida de medio día y la merienda-cena, allá en el alto puerto de Marabio.
Cerca de mí, sobre las ortigas cubiertas del polvo del camino, ganado al suelo y llovido sin reparo sobre las urticantes plantas, al ser elevado como espesa niebla por el diario y repetido arrastrar de la época de la yerba, del oloroso alimento de las vacas, cargado en los ramos –especie de carros sin ruedas que se empleaban en terrenos cuestos, un tanto villanos- Revoloteaba con parsimonia un molesto moscardón –también conocido como “vaca llorina”- al que traté –sin éxito- de atizar un golpe con la vara de avellano que siempre llevaba en la mano. Les tenía inquina a aquellos bichos zumbadores, de parecidos colores aunque más grandes que las avispas, lo que no les libraba de darme cierto repelús, como recuerdo de las crueles consecuencias derivadas del insensato intento de hurgar en los deliciosos panales de esos bichitos, que con razón defendían lo suyo y hacían gala de tener muy malas pulgas, un aguijón fiero y una ponzoña que llegado el caso te escocía de narices -aparte de dolorosa- te podía dejar un ojo -o entrambos- hinchados, que ríete tu de las rendijas con que te miran los chinos. Dejar convertida tu cara en la de un verdadero monstruo, era cuestión de un breve instante.
Los cuervos, recelosos a esta hora temprana de la madrugada, graznaban sin cesar enfadados y en eterna disputa, encaramados en las finas ramas de lo más alto de la copa abierta de un castaño de indias, que quedaba detrás de la casa y al que daban contraste las vistosas y atrayentes flores que lo engalanaban remedando el blanco vestido de una novia y refulgiendo por cientos en la semi-penumbra. Un gato gris, estirando su lomo, se deslizaba silencioso junto al rosal de la abuela y entraba furtivamente al corredor del molino.
La madrugada se presentaba un tanto oscura y los árboles apenas susurraban. Un frío ligero caía del cielo y del huerto del Ribacho llegaba un olor a yerba seca. El perro Moro dormitaba hecho un ovillo a la entrada del portal del Molino, encamado encima de un montón de morgazo hecho con virutas, allí precisamente se apilaban unos medidos troncos de madera que servían para fabricar las madreñas. Me encantaba ver trabajar al tío Ramón aparte de tener buen humor, ser un guasón y entender a los guajes como nadie, era todo un artista, igual le daba a la piedra como a la madera, no había oficio manual que se pusiera por delante. Yo también quería ser madreñeru como él, y de aquellos tazos de madera de nogal o cerezo, sacar aquellas madreñas rameadas, tan finas y lustrosas que daba gusto verlas y pa mi gusto competían con el zapato más fachendoso, que podían mercar las mozas en las tiendas de San Martín.
Pese a mi niñez, poco me costaba imaginar a mi abuela Estrella –la molinera del Río- bastantes años atrás, al irse a casar, con dieciocho mayos recién cumplidos. No era una moza garrida, ni alta ni gruesa. Gentil y recia pese a su corta edad. Fuerte y derecha como un pegollo, aunque flexible como una pértiga de avellano. Negro era su cabello, como un piño de moras maduras. Todo un ensueño y regusto de aquellas deliciosas bayas que adornan y se brindan colgando de los bardales, al término del verano. Su cara se muestra un tanto pálida, ya que ha tomado el color del grano de la escanda, que era triturado por las cantarinas piedras de su molino. Dura de carnes, aunque fresca como una mañana de orbayo, y oliendo a los frondosos fresnos del cercano camino, al tomillo que crecía en la huerta pareja al molino, a la misma flor del manzano y si me apuran un poco, hasta diría que golía mejor que las manzanas reinetas que repartidas en los estantes, perfumaban toda la panera durante el invierno. Puede que en alguna ocasión pareciese áspera como un árgoma, pero sería una nube pasajera, perdida en un cielo sereno. Blanca su piel como el agua espumosa, que empujaba el rodeno, al salir con fuerza del cubo del molino. Grandes sus ojos y del color de las semillas de la amapola. Amplios, serenos y acariciadores como la fruta a punto de miel. Sus senos tenían por fuerza que ser como dos gavilanes ariscos. El talle ágil y flexible, con un ligero toque de gitana garbosa. El cuello del color del mármol. Las ancas recias. Los brazos sin aparentar fortaleza, tenaces como las fibras de la madera del fresno. Las manos blancas como la harina del trigo. Su boca tan hermosa y rosada como el pezón de sus senos. La nariz, fina y un poco corva, recordaba vagamente el pico del pardón, que desde el cielo vigilaba al quite sus gallinas, que pacían ajenas al peligro, por la corrada. Su sonrisa sin duda restallaba e inundaba de alegría su rostro, con la misma dicha del agua que bajaba de la sierra a mover las piedras del molino, solo en contadas ocasiones la tristeza era más fuerte y venía a nublar su rostro, un solo instante… quizá exagere un tanto en mi calenturienta fantasía… bien pronto se puso a parir hasta seis hijos, aunque espaciados, de la primer hija a la última pasaron unos veinte años, en medio cuatro varones.
¿Conocen y han vivido los goces que experimenta un niño cuando se dispone a partir con la idea de pasar un día de yerba en el alto monte, al romper el alba de un hermosa jornada de primavera? Están sobre todo en la novedad, el color del cielo que es todavía de un gris sombrío, contemplar como las estrellas se resisten a ser engullidas por la claridad, sentir sobre tu cara un viento suave, como una ligera onda, escuchar los murmullos discretos y confusos de la madrugada y ver los árboles cercanos envueltos en una especie de velo gaseoso que despiertan en medio del embrujo del amanecer.
Poco después, sobre la albarda, que estaba mullida por una piel de ovel.la, fueron colocadas por los fibrosos brazos del buelu, las alforjas, dentro iban las fiambreras, y por supuesto sería imperdonable que faltase la bota de vino y unas botellas con tintorro de León traído en pellejos por el puerto de Ventana. El mulo mientras está siendo aparejado, revuelve sin cesar la cabeza a los lados con intención de espantar las molestas moscas. Aparecen en escena una pareja de patos –también conocidos como “coríos”- del tío Ramón, apenas despiertos, atraviesan el camino con sus andares desmadejados, debido a que eran nalgudos y portan una gran culerada colgando. El Moro -perro de aguas- con la piel rizada de lanas, recién abandonado el polvoriento lecho, menea aprisa la cola, muy contento mientras va dando vueltas alrededor de la caballería, con la idea de jugar y mirándonos a la vez curioso, queriendo desentrañar el significado de los madrugadores preparativos. En esta atmosfera fresca los sonidos son nítidos y te quedan grabados en la cabeza como una agradable música de diana florida, nada guerrera.
Recuerdo como aquel año, al inicio de las tareas de la yerba, la abuela estuvo amoscada con el abuelo, no sé si sería con demasiado fundamento pero… como suele acontecer en la mayoría de los pueblos, siempre hay alguna vecina que sin ser guapa, es joven y anda por la treintena, es de pierna y teta, frescachona, saludable, franca como una saltadera que siempre está dispuesta a permitir el asalto del llegado o del necesitado; bien por que el marido no la atiende como debiera, o puede que tuviese espíritu de Mesalina, el caso es que a la moza le faltaba algo, y al abuelo pese a pasar de los setenta y no estar para muchos trotes debido a la silicosis que padecía, le sobraban agradables recuerdos de las sabrosonas mulatas Caribeñas… aunque poco pudiera facer ya. Quizá la fulana fuese amiga de dormir destapada, mostrando la pierna rolliza al aire, las dos blancas palomas buchonas –entre crespas y abultadas- y hasta pue que tuviese el ñeru de codorniz sin que naide se dignase los huevos allí calentar, tan a menudo como ella le apetecía. O puede que solo fuesen imaginaciones de un guaje que comenzaba a dejar atrás la niñez… no obstante así dejo constancia del hecho, tal como lo recuerdo, más o menos...
Subido a lomos de la caballería desde la altura, con el abuelo llevando la bestia parda del ronzal; después de dar la orden de partida, ya somos una recua, caminando o cabalgando en dirección al Cantón, a la derecha, pasada la última casa del barrio del Río, el medio seco regato, parece cubierto por una neblina espesa y blancuzca. Al estar quieto sobre la albarda, siento frío en las piernas que van descubiertas por ser el pantalón corto. El viejo, pequeño y correoso abuelo se ajusta el cuello de la chaquetilla azul de mahón, dentro del bolsillo del chaleco lleva siempre un reloj con cadena, chapeado en oro, que se trajo de su añorada Habana, ya hace unos lustros. Un grato olor a heno sale de los pachares... ¡Es un ambiente delicioso!
Antes de llegar al Cantón, mismo de frente a la cuadra de las vacas del abuelo y el pajar que va encima, vivía Alfredo hombre bonachón, tranquilo y padre de uno de los compañeros de escuela, de nombre David, tenía una fragua donde el abuelo acudía a templar las piquetas y picachones. De la mano del abuelo acudía de vez en cuando, a la fragua que estaba situada en un barracón por encima de la fuente del pueblo, cargados con las piquetas con las puntas romas de picar las piedras del molino, así como varias barras, punteros y cortafríos que también precisaban arreglo. Era la ferrería una estancia oscura con el fogón siempre ardiendo (enceso) y donde el ferreru iba colocando las herramientas y cuando por efecto del calor se tornaban rojas, las acercaba con las tenazas al yunque golpeándolas con saña hasta darles forma afilada, llevándolas después a un recipiente con agua fría para enfriarlas y que se endureciesen sus afilas picas, por una repentina contracción de la materia, hecho que se conocía como: dar temple. Voluntarioso, gustaba de tirar de una cuerda que accionaba el barquín o fuelle para ver como se avivaba la llama, mientras el ferreru con chaleco y en mangas de camisa, a resultas del ejercicio y del calor del fueu, le caían de la frente unas redondas y gruesas gotas de sudor tan grandes como los arbejos que la abuela traía dentro de sus verdes caxinas, de la tierra de la Cuesta.
Llegados a una especie de plaza del pueblo, con una riestra de horreos apegados formando una alargada panera, había una figal engaramada sobre un murete, con unos ralos y amoratados figos. Allí se unieron a la recua varias muyeres y paisanos, ellas arropadas como si fuese un día del crudo invierno y la mayoría con las ropas gastadas y cargadas de remiendos. Siempre se juntaba alguno que llevaba un burro entero, que causaba el revuelo entre las borricas, ya que era amigo de montar las burras de todo el vecindario y al que era obligado llevar del ronzal, ya que era peligroso subir a los lomos de aquel pollino tan salido, así que le recriminaban en son de guasa:
-¡Mal rayo te escazuele!
-¡Será magüetu! Mantener ese pollín pa no poder montate en él.
-¡Yo primero lu afuegu! –pero el individuo marchaba orgulloso de su burro garañón.
Tengo que contar que el burro entero –en cristiano quiere decir que no había sido capado- Siendo guaje era común meternos miedo con el capador, individuo que se dedicaba a ir por los pueblos capando los gochos -tamien a las gochas- ablación de los testículos -o algo así- que se practicaba por medio de una afilada cuchilla, con la que les hacía una raja en la barriga a los marranos, operación hecha a la vista de grandes y pequeños y que a estos últimos no dejaba de producirnos un cierto repelús y que terminaba por encogerte los güevinos. Decían que era para que la carne no goliese fuerte y que el animal engordase más y mejor.
A propósito de los capadores, desde bien pequeño los mayores te gastaban la broma, de sacar del bolso del pantalón la “cheira” –navaja- abrirla y hacer ademán de cortarte la pirulina, mientras decían:
-Ya te la corté ¡Mirala! –y te enseñaban el dedo pulgar en el medio de los otros, lo que te obligaba a echar mano a la entrepierna –por si las moscas- para comprobar que allí estaba toda entera.
-¡Mereces unos cibiellazos! Te decían cuando te portabas mal, era una amenaza muy común y por lo regular –como mínimo- terminabas recibiendo un buen moquetazo. La cibiella es una vara fina y tierna de avellano, de gorda como el dedo meñique, muy empleada por los aldeanos. Después de cortarlas se dejaban unos días entre agua, con lo que se volvían casi tan flexible como las cuerdas y se pueden retorcer a mano con facilidad y se empleaban sobre todo, pa atar espineras y ramas cuando se reparaban los cierres de las fincas.
El último día de escuela solíamos estar alegres como pinzones, pero no era raro que al calor del desbordante jolgorio terminase por armarse una gresca a pedradas como despedida. Por lo regular la contienda se desarrollaba contra los escolinos del vecino pueblo de Gradura. Normalmente la disputa tenía lugar en los límites fronterizos. Piedra va y piedra viene por el aire, llegando el fin de la contienda cuando alguno resultaba escalabrado, al fervor de la refriega.
- ¡Chacho, aquello si eran guerras de verdad!
Al pasar por esta plaza me viene el recuerdo de los hojalateros, que solían situar su base y pertrechos en ella. Me admiraba la habilidad que tenían para convertir aquellas chapas de hojalata, en los más variados utensilios de uso en la cocina de la abuela.
¿No se por que…? pero en aquel pueblo la gente no eran demasiado aficionada a facer cantar la sidra por el gúrgüelo pa baxo, eran más de vino peleón leonés. Y puede que ayudara el ser la mayoría de la gente mineros y dicen que estos a causa de la mina, tienen un pacto de sangre con el tintorro.
Pasada la Carrilona a mano izquierda, casi cubierto de yerbajos se divisa el patio con la vieja escuela detrás, está alojada en una de las dos alas del viejo caserón -de los Tuñón- que hasta cuenta con una pequeña capilla adosada, y que era donde asistíamos los niños a desasnarnos. Es inevitable el recordar los primeros días de escuela con el maestro D. Octavio. Alineados en el frío portalón con los brazos cruzados, por supuesto con la cabeza descubierta y entrando y saliendo en fila y en silencio, sin faltar la inevitable y aprendida letanía, repetida al unísono por todos –y formábamos una más que nutrida abeyera-
-Buenos días, señor maestro –al llegar
-Que usted lo pase bien, señor maestro –al partir
Lo que no se olvidan tan fácilmente son los abundantes castigos, el prosaico zurrar la badana, que tanto les parecía gustar practicar con sus escolinos, a enseñantes de entonces. Como cuando el maestro decidía pasar revista y casi siempre te pillaba con las manos manchadas de tinta, y si acaso con el agravante de los restos del jugo del pulgo de las dichosas nueces verriacas, que no había Cristo quien hiciese desaparecer aquel jodido y yodado color que delataba tus andanzas esbillando erizos -seguramente ajenas- ¡ni frotándolas con piedra pómez! Las orejas por lo regular te las solía encontrar, abonadas y preparadas pa plantar cebollín –con lo delicado que era ese cultivo- Lo que propiciaba que con la palma extendida en horizontal hacia el maestro, este desplegara su rara habilidad de hacerles cantar el gori gori, a los huesos de tus manos, con su justiciera vara de avellano. Como era alto y fornido, hasta a los mayores poco menos que llegaba a suspenderlos en el aire, agarrando sus heladas orejas –y los niños teverganos -pa mayor escarnio- le facilitábamos la labor, ya que solíamos venir a este desdichado mundo, con más que pabellones auditivos, con verdaderas asas de jarrón… de dimensiones bastante considerables. Aparte que las más de las veces, estaban previamente dañadas por los sabañones y engarabidas, debido al frío invernal, con lo que el suplicio se veía acrecentado. Me inclino a pensar que el llegar a poder presumir de la famosa “oreya llarga” fue el resultado de la evolución inducida y agravada por una legión de maestros un tanto cafres, que tuvimos la suerte de padecer por aquellas benditas tierras.
Al fondo del pueblo en cambio asistían las niñas, con las que era pecado mortal el rozarse y no digamos el convivir –en aquellos tiempos- La quietud del patio en la época de las vacaciones contrastaba con el bullicio de la temporada lectiva en que jugábamos a pelota, si a caso hasta una lata nos servía pa propinarle patadas con el peligro de terminar esfoyando la parte delantera de las alpargatas y no era raro que la deda gorda se asomara sonrosadota a tomar el fresco. El guá era otro de los juegos, donde Severino era el rey y ganador de la mayoría de las bolas de cerámica de los demás. Así mismo el pañuelo, tres marinos a la mar, la piesca, la pica la mula y la queda, eran xuegus que recuerdo como más practicados, por aquella legión de escolinos.
Llegados a las últimas viviendas del pueblo las caballerías repostan agua en una fuentecilla con abrevadero de piedra, conocido como el fontán de la Techera. El agua le llega como hilillo que acude silencioso entre juncos y escayos, y cae formando grandes burbujas plateadas, que emergen desde el fondo del líquido y se rompen en la superficie, donde un gorrión trata de apagar su sed, o quizá se esté bañando para quitar las lagañas y preparar el plumaje para el día de calor castellano que se avecina. A la altura de las Cuandias nos cruzamos con una pareja de vacas arrastrando por el polvoriento camino un ramo de yerba camino de Gradura.
Al pasar por Rubial recordaba que la parte de atrás del prado era apropiado pa jugar a la pelota, yo era el suministrador de los balones gracias al tío Mino que al ser Jefe de Estudios del colegio de los agustinos de León actuaba de Robin Hood requisando pelotas a los niños ricos del colegio, que me entregaba por las vacaciones con gran alegría por mi parte. Muchas veces sin conocimiento del abuelo organizábamos partidos que duraba toda la tarde del domingo, aunque después se quejara que estaba todo pateado el prado, yo me hacía el disimulado de no saber nada, aparte que estaba convencido que el patear el césped era beneficioso pa que la yerba saliese con más brío.
No siempre se madrugaba tanto, a veces la subida al puerto se hacía en horas más tardías, observando entonces como, pasito a pasito la aurora enciende su candil para despedir la noche; primero son unas hilachas de fuego que aparecen sobre la peña Gradura y surcan rectos el cielo, mientras la niebla se ve obligada a retroceder desde el alto y se va acumulando en el fondo del valle.
Los gallos llevan ya rato cantando y compitiendo con sus quiquiriquís. Allá lejos al fondo aparece el pueblo de Prado que quedara atrás, coronado por los penachos blancos de sus chimeneas que calientan los desayunos de sus pobladores. Al llegar al canto de Aspara parece soplar una brisilla más templada, poco después un cacho del disco del sol se asoma sobre la mole caliza. La luz parece un derroche, colorea el cuesto sendero, las colinas que van apareciendo y hasta se adentra ufana tratando de tomar posesión del valle.
El corazón de los caminantes se despierta y agita inquieto en sus pechos –producto también de la fiera cuesta que llevan recorrida- Los pájaros nerviosos saltan en los fresnos de rama en rama. Las abejas y las avispas, dejando en el aire su clásico zumbido se afanan en descubrir nuevas matas de plantas y toman heredad del néctar volando apresuradas de flor en flor.
Al llegar a Santana puede que el tiempo fuese veraniego, y que el sol brille sin quemar todavía, aquí siempre corre brisa fresca del puerto al valle, que rumorea alegre entre las copas de los robles y fresnos. Las nubecillas blancas casi transparentes que distingues en el cielo empujadas por el viento mañanero, se transforman y corren rápidas como manchas oscuras reptando veloces sobre la tierra.
Las gentes de mi pueblo no solían tener ovejas, pero no sucedía así con los de Gradura que quizá por la vecindad con la peña contaban con varias beceras. En una ocasión estando en el prado de las Cuandias, que lindaba con el mismo pie de la peña, entre esta y el cercado de piedra del prado quedaba un callejón que era paso obligado cuando regresaban al pueblo por debajo de la mole caliza, así es que en aquella ocasión marchaban las ovejas con sus crias pequeñas que me hacían mucha gracia, salté el muro con el ánimo de acariciar aquellas ovejas en miniatura, sin percatarme que en medio de aquel mar de lanas venía un carnero, quedé petrificado al ver venir hacia mí aquel bicho, puede que del susto caí pa tras con tan buena suerte que al ser flacucho me quedó el cuerpo entre dos piedras que sobresalían del irregular paredón, el topetazo del bicho fue tremendo, hasta removió las piedras y un cuerno le quedó medio chafado. Calculó mal el bicho y yo tuve más que suerte. Pálido y desencajado me dije:
-Si me paña bien, allí me deja embazao.
La tarde se precipita, cae y languidece, mecida por la brisa del nordeste. El cielo se ve incendiado desde el occidente, por la luz del crepúsculo. Al aire lo enturbia la neblina que se desliza como rápida corredora, llegando en oleadas, a borbotones. Al pasar Santana en la lejanía de peña Prieta se contempla como se elevan en el valle tevergano las últimas nubes claras y velludas. Aumenta la humedad nocturna que hace a las hojas reflejar tintes de tonos rojizos. Los balagares en las Cuandias proyectan sombras que se van alargando. El regreso es más triste, el cansancio hace mella aunque se trate de la vitalidad inagotable de los niños. Cuando el sol se oculta detrás de Santa Marta, una solitaria estrella alumbra sobre el rojizo horizonte de poniente.
Los cacios en la cabana del monte eran pocos, una pota de fierro que se colocaba sobre las trébedes para separarla de las ascuas, aunque normalmente permanecía colgada de las calamiyeres, y un barreño prieto de cuello alto y con mango de madera que era donde el buelo cocía las onzas de chocolate y ¡que bueno estaba aquel brebaje espeso y oscuro, sabía a gloria! El fuego se hacía en el suelo, ennegreciendo las paredes de la esquina, sin chimenea el humo se colaba por entre las tejas. Una alacena de madera, colgada en la pared del frente, servía de escurridero y armario.
Instalados en Brañamayor, mientras que el sol del estío, a través de las finas y espigadas yerbas que crecían delante y casi a la altura del muro de piedra de la corrada, a la que daban sombra un ramillete de altos fresnos, llenaba el entorno con el oro verdoso de sus rayos y sombras. El corazón de los que éramos jóvenes se mecía con la apacible languidez de la pereza. El salir al sol era una condena, por mucho que nos tentara el descubrir nidos de codornices repletos de huevos con pintas grises, a medio día aquella planicie empozada, era como una sartén con aceite hirviendo, parecía arder el aire.
Por el contorno se abría el negro paraguas de la noche. El aire cálido que hace poco olía a yerba era desplazado por el vaho de la longaniza que bullía en la sartén y que te hacía salivar como el perro de Paylov. El pan negro de escanda al ser cortado por el afilado cuchillo, expandía su aroma, el fuego y el candil aparentaban ser sendas estrellas cautivas, caídas de lo alto del cielo.
En aquel tiempo solo existía un mal camino, ahora ya puedes subir al puerto por una estrecha carretera que pasa por los pueblos de Murias y Hedrada, roza el monte del Calecho y se encamina por el medio de un encantador bosque de altos robles, donde perezosamente se balancean sus ramas y hasta tiemblan sus copas. Es una gozada escuchar el canto de los jilgueros, mientras a tu nariz le llega el aroma de las primaveras y de los lirios silvestres. Recomendaría aparcar el auto y echar pie a tierra, y después caminar lentamente, una paz y bienestar impagables se apoderarán de ti, quedando ensimismado contemplando el valle enrejado por los altos tallos. A un repentino soplo del viento levantas la vista al sentir el ruido de las ramas que se abrazan y rozan remedando el son de una cascada cercana y desconocida. Hay pocas hierbas pero las que lograron crecer, lucen su tallo garboso surgiendo del lecho de hojas muertas del último otoño.
Confieso que padecía un acusado problema de timidez, quizá fuese que estaba demasiado asilvestrado. Así cuando el tío Heliodoro me venía a buscar para llevarme a pasar alguna fiesta, en el pueblo donde había nacido, que era el de los abuelos maternos, con quienes vivía mi hermana Maribel, terminaba arrastrando conmigo al primo Balbino que era más entreabierto y me servia de fiel escudero. Tengo que admitir que separado de la familia con la que convivía a diario, me faltaban puntos de referencia, no sabía situarme, estaba privado de mi mundo, de un lugar en la tierra. Tenía un temor enfermizo a los cambios. En una ocasión, con el motivo de una de esas celebraciones, en la que regresábamos de la víspera de la fiesta de la virgen del Cébrano, mi hermana y el primo llevaban del ronzal el carnero, que precisamente era sorteado al día siguiente, como es natural dada la edad, venían jugando lo que aprovechó el bicho pa escaparse pa la peña. Fue toda una odisea el convencer al liberal carnero de la conveniencia de su vuelta al redil, dado que las papeletas ya estaban casi todas vendidas y hubiera sido un atrevimiento no poder entregar el premio a su ganador.
Me tuvo intrigado durante muchos años, una muletilla muy usada en Sobrevil.la –patria de nacencia de mi madre- una forma cariñosa de dirigirse a ti: “mante” pa acá, “mante” pa allá, hasta que llegué a la conclusión que no podría ser otra cosa que “amante” pero en plan de abreviar. Tiene su enjundia ese palabro. Si, eso que vulgarmente conocemos como: “Lo que nos apasiona” Eso que ocupa nuestro pensamiento antes de quedarnos dormidos, y que puede que a veces hasta nos impida dormir. Lo que nos distrae, o nos enseña que la vida tien motivación y sentido. Que normalmente será nuestra compañera o pareja, o puede que se vista de muy distintos ropajes, y sea entonces para otros: la literatura, la música, el deporte, el trabajo cuando es vocacional, la amistad, buena mesa, el estudio, la política o el obsesivo placer de un hobby…
En fin, diría que es "alguien" o "algo" que nos hace ser para siempre "novios con la vida" y si acaso nos aparta del triste destino de “dudar” Ahora nos preguntaremos: ¿Qué es dudar? Yo diría que dudar ye tener miedo a tar vivo. Observarnos las arrugas en el espejo. Obsesionarnos con la salud. Envidiar la vida de los demás. Alejarnos de las gratificaciones. Vivir pendientes de si hace frío, calor, sol o y si llueve. Preguntarnos a todas horas, si nos quedará poco pa llegar al final de camino.
Pa terminar: Dudar es no disfrutar hoy, con la esperanza de hacerlo mañana. Yo le pediría a todo el mundo, que se aleje lo más posible de la duda y sea hoy y todos los días “un buen amante” Los que de estas cosas saben lo tienen claro: La tragedia no es morir, es no animarse a vivir. Como decía mi abuelo “Hasta ahora, la muerte tien muy buena memoria y nunca se olvidó de naide”. Ya nos lo enseñaron los antiguos filósofos: "Para estar contento, activo y sentirse feliz, hay que estar a tiempo completo, de novio con la vida".
Perdonar –debió ser la morriña- que me fizo terminar aquel día en plan tan filosófico…
2 comentarios:
¡Gracias Félix! Un abrazo
A ti, amigo. Mueves sentires al escribir esa memoria viva.
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