viernes, 27 de septiembre de 2024

PALABRAS PARA JULIA, EN SU MIRADA DULCE ENCALLABAN LOS BARCOS DE LA INFANCIA



Inés Marful

Esta mañana ha muerto mi madrina Julia. Pasó por la vida erguida, siempre erguida, como si su corazón enarbolase una bandera azul eternamente batida por el viento, surcada eternamente por las lluvias de este país de agua y de nordeste. La recuerdo hace pocas semanas, incapaz de llevarse al estómago un sorbo de café, sintiendo en la garganta la acidez de una muerte anticipada. "Tengo sueño", decía. "Y este es el sueño de la muerte". Lo decía serena. Erguida, pese a todo. En su mirada dulce encallaban los barcos de la infancia y volvían, exactos, los surcos de la siembra que un día compartimos, el resplandor del trigo bajo el dosel del cielo, los gritos de los cerdos durante la matanza, la tabla de lavar y la torta de nata.

En cierta ocasión, sentada frente al fuego donde mi prima Piedad hervía el caldo, me dijo: “un cuerpo no es más que un recipiente donde se aloja el misterio”. El suyo fue tenaz hasta en la despedida. Alguna vez, en su juventud, había sido tan bella como una estampa de Millet o de Baricco. Bella hasta las coyunturas inasibles del alma donde anida la única belleza que traspasa la carne con su aguja de lumbre y de aguacero. Pero fue en los últimos meses, mientras la tristeza la devoraba despacio, cuando alcanzó a ser bella de un modo que hacía daño mirarla. Yo posaba los ojos en ella, dulcemente sobre ella. Mis manos en su rostro. Muy despacio. En las últimas ocasiones que la vi la besé cientos de veces. Su piel traslúcida, como un bastión de cera que se dejara fundir poquito a poco bajo la llama verde de mis besos. Yo la besaba y ella hacía que tomaba el café que no podía tomarse y devolvía, uno a uno, uno por uno, todos y cada uno de mis besos. Una tarde cualquiera me pareció que algo en su piel retrocedía despacio y se perdía en un lugar sin nombre que era a la vez como una penumbra iluminada y una hoguera de pétalos atizados por el viento.

Hoy la encontraron muerta. Muerta por fin. Vencida. El corazón mirando hacia las nubes y la cara en la hierba. Ella, que habría sondeado mil mares con un dedo y elevado en el aire el sueño de las piedras. Cuando al fin la pusieron sobre la cama y me quedé a solas con ella, la desnudé y la lavé. No era una mujer. No era, ni siquiera, un ser humano. Se había convertido en un guardagujas que lanzaba señales en medio de la nieve.  

DdA, xx/5.782

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