Inés Marful
Esta mañana ha muerto mi madrina Julia. Pasó por la vida erguida, siempre erguida, como si su corazón enarbolase una bandera azul eternamente batida por el viento, surcada eternamente por las lluvias de este país de agua y de nordeste. La recuerdo hace pocas semanas, incapaz de llevarse al estómago un sorbo de café, sintiendo en la garganta la acidez de una muerte anticipada. "Tengo sueño", decía. "Y este es el sueño de la muerte". Lo decía serena. Erguida, pese a todo. En su mirada dulce encallaban los barcos de la infancia y volvían, exactos, los surcos de la siembra que un día compartimos, el resplandor del trigo bajo el dosel del cielo, los gritos de los cerdos durante la matanza, la tabla de lavar y la torta de nata.
Hoy la encontraron muerta. Muerta por fin. Vencida. El corazón mirando hacia las nubes y la cara en la hierba. Ella, que habría sondeado mil mares con un dedo y elevado en el aire el sueño de las piedras. Cuando al fin la pusieron sobre la cama y me quedé a solas con ella, la desnudé y la lavé. No era una mujer. No era, ni siquiera, un ser humano. Se había convertido en un guardagujas que lanzaba señales en medio de la nieve.
DdA, xx/5.782
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