Al arzobispo señor Sanz Montes le pasa con las ideologías lo que nos pasa a todos con el olor de las casas. Todas las tienen un olor peculiar menos la propia. Al señor Montes todo le parece ideología menos sus soflamas. Es ideología, dice, que las mujeres quieran vivir como la otra mitad de la población. No es ideología, dice, sino moralidad fundamentada en la fe, mezclar en la misma frase inmigrantes con terrorismo, drogas, armamento y tráfico de blancas (en mayo de este año). Y no tiene siglas, dice, la etiqueta buenismo para referirse a la actitud de encarar la inmigración sin mentiras ni prejuicios racistas. Decir que algo es ideológico es decir que es interesado y que no es un hecho verdadero, sino un punto de vista discutible. Decir que una democracia es aconfesional o laica (me aburren los matices) es una redundancia. Si es democracia, es laica. Es reconocer la obviedad de que las leyes las hace el parlamento elegido y no tienen que acomodarse a preceptos religiosos dictados por obispos a los que no elige nadie. Si llamamos ideología laicista a este rasgo de las democracias, pues eso de que la Constitución esté por encima de la Biblia y el Gobierno por encima los obispos es solo un punto de vista interesado. Además, una vez que nos inventamos una ideología laicista, ya podemos llamarla radical y así será laicismo radical todo lo que a los obispos no les guste. Parece lógica la exigencia de igualdad de las mujeres. La manera de oponerse a semejante obviedad es, de nuevo, llamarla ideología, en este caso de género. El señor Montes, en su afán de decir una cosa aparentando decir la contraria, pero sin dejar de decirla, nos endilga una verbosidad pastosa que casi la tenemos que mover de un lado para otro en la boca para acabar la frase. Para predicar la desigualdad entre hombres y mujeres, lo que hace es predicar la igualdad, pero en su «complementariedad diferenciada». ¿Y qué diablos es eso de «feminismo empoderado y excluyente» que peroró el arzobispo? ¿Qué es esa dictadura de género, en qué consiste? ¿Es muy empoderado y excluyente actuar contra las bases de esa violencia sistémica que deja docenas de cadáveres de mujeres cada año? Ya deslizó el señor Montes en su homilía la «ideología climática», para abrir el molde que recoja el discurso habitual de la ultraderecha sobre el problema climático. Y no se olvidó de defender la familia cristiana, pero de la forma habitual. Se defiende la familia tradicional negando a algunos de nuestros vecinos el derecho a formar una familia. De nuevo, esto es moral, no ideología. Nada de esto es nuevo ni singular. Sanz Montes es un activista ultra como tantos otros y rezuma los mismos odios. No solo es un extremista, sino un palmero. Si sale el tema del clima y la inmigración, es porque Vox anda en eso.
La estridencia de Sanz Montes obliga a repasar ciertas costuras del tejido democrático y constitucional. El Día de Asturias es una jornada institucional y política. Fue un error hacerla coincidir con el día de Covadonga. El indeseable enredo de política y religión fue una consecuencia inevitable. Es como si se hubiera puesto el Día de Asturias el día de Navidad o de Viernes Santo. Hacer de los debates públicos una extensión de la fe y compulsión religiosas solo sirve para introducir en la política liderazgos espurios y darle a la vida pública un sesgo, ahora sí, excluyente; y más en estos tiempos en que fundamentalismos religiosos organizados y bien financiados están inflamando gobiernos sectarios. Debe repetirse las veces que haga falta, que cualquier cargo político puede ir a las ceremonias religiosas que le parezca bien, pero no con representación institucional. Siempre fue equivocada la participación de la Presidencia en la misa de la Santina. Si, como señala Barbón, es una costumbre instaurada por Rafael Fernández, fue un hábito equivocado que contraviene la letra y el espíritu de la Constitución y que debió ser abandonado hace tiempo. El que el arzobispo aproveche el momento para bramar sus monsergas inquisitoriales solo hace más perentoria la necesidad de que los protocolos sean como deben ser en una sociedad tolerante.
Sin embargo, el cuadro de este 8 de septiembre tampoco fue el que debe ser. Tiene razón Cofiño en que en la festividad de Covadonga resuenan ecos confusos de nuestra historia y nuestra identidad colectiva. Aunque las autoridades no hayan estado en el acto religioso y aunque muchos seamos ajenos a ese y cualquier otro acto de culto, hay algo de nuestra incumbencia en esa celebración. Las tradiciones son, por definición, conductas colectivas desconectadas de su finalidad original, que normalmente es desconocida por la colectividad. Las tradiciones son solo símbolos que aúnan a las colectividades y retienen como ninguna otra manifestación los vínculos intergeneracionales. Por razones históricas, muchas tradiciones están entreveradas en cultos religiosos (por haber sido resignificadas por la Iglesia o por otras razones). Es evidente, por ejemplo, el potente simbolismo de la Navidad, donde a la vez hay un aire religioso y hay esa desconexión del sentido original propia de las tradiciones. Es evidente la simbología religiosa de la Navidad, en Nacimientos, adornos y cabalgatas; y es evidente que la gente no celebra la Navidad como un culto religioso. Que la fiesta sea religiosa y sea una tradición quiere decir que veremos símbolos religiosos y a la vez que son una carcasa, un recuerdo, no una experiencia religiosa viva en la mayoría de la gente (creyentes incluidos). Esto hace que la Navidad no sea cosa solo de la Iglesia y que nos podamos sentir concernidos todos por sus momentos institucionales.
El Día de Covadonga no tiene el impacto de la Navidad, pero sí tiene un carácter tradicional identitario reconocible. Lo que pasa en la basílica de Covadonga es de nuestra incumbencia, no es cosa solo de la Iglesia. Que el arzobispo aproveche la posición simbólica de la Iglesia para deslizar su tabarra ideológica en una tradición y envolver así su fanatismo en identidad colectiva y «punto de encuentro» de todos los asturianos es una imposición que no debe continuar. Es como si la Misa de Gallo fuera un altavoz para estigmatizar a homosexuales o como si en la misa en que se casaron el Rey y la Reina el oficiante hubiera largado una homilía contra el feminismo y el activismo ecologista. El carácter de tradición, que hasta cierto punto hace aceptable la presencia de la Iglesia en momentos conspicuos como parte del simbolismo, obliga a que esa presencia sea aséptica y protocolaria. Hay momentos más apropiados para sus arengas y sofocos.
Por eso, decía, el cuadro del 8 de septiembre, con el Presidente en su acto institucional y ausente de la misa de la Santina, y la misa de la Santina convertida en una arenga de Vox no es un cuadro aceptable. No basta con no ir a oír al activista señor Montes. No se debe dar por bueno que el Día de Covadonga sea el día de la furia reaccionaria. Hay que obligar a la Iglesia a comportarse como es debido en momentos de tradición singular. Lo que sea que haya que hacer para el próximo 8 de septiembre debería estar haciéndose ya. Alguien debería ir tomando un caldito con alguien y madurando un mensaje claro: que la Iglesia se comporte como es debido en momentos colectivos no es un ruego.
NORTES
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