Este es el prólogo escrito por la periodista leonesa Olga Rodríguez para el libro de Mahmoud Mushata Sobrevivir al genocidio en Gaza, un compendio de las crónicas enviadas por este periodista palestino a la revista CTXT mientras el Estado de Israel masacraba a más de 40.000 gazatíes, de los que casi la mitad eran menores, sin que se pueda saber al día de hoy cuándo se pondrá fin a a esta barbarie que se inició hace casi un año. El libro lo ha publicado, obviamente, CTXT, y ha contado como prologuista con quien conoce muy a fondo la realidad histórica de aquel conflicto y no comparte la versión que del mismo se da en la mayoría de los medios de información.
Olga Rodríguez
Mahmoud Mushtaha es un superviviente de Gaza que puede contarlo. Su testimonio, potente, certero, tiene un valor único, porque procede de un lugar que aún hoy, mientras escribo estas líneas, sigue cerrado a cal y canto para la prensa internacional. Conocemos lo que ocurre gracias a periodistas como él. Su narración es un mensaje dentro de una botella lanzado al océano de la impunidad. ¿Cuántas personas de Gaza podrán hacer llegar al mundo su historia? ¿Cuántas fuera de la Franja quieren saber y escuchar? Mahmoud nació y creció en un territorio palestino –la Franja de Gaza– ocupado ilegalmente por Israel desde 1967 y habitado desde 1948 por un elevado porcentaje de personajes refugiadas, expulsadas de su tierra y de sus casas por la fuerza de las armas israelíes. Su abuelo, originario de Jaffa, fue una de ellas.
En 1947 el plan de partición de la ONU asignó el 54% del territorio de Palestina al futuro Estado judío –Israel–, con Jerusalén como enclave internacional. En aquel momento vivían en Palestina 1.300.000 palestinos y 600.000 judíos, muchos de ellos llegados en años anteriores, huyendo de pogromos y del genocidio nazi. Ese mismo año, las organizaciones armadas sionistas impulsaron el Plan Dalet, por el cual se anexionaron territorio palestino que no les correspondía en el plan de partición de Naciones Unidas. Las fuerzas del futuro Estado judío cometieron masacres, tomaron aldeas, expulsaron a población palestina y provocaron la huída de multitud de familias de localidades situadas dentro de la zona adjudicada por la ONU al futuro Estado palestino, en el pasillo que conecta Jerusalén con la actual Tel Aviv.
Aquello fue el inicio de una limpieza étnica que tuvo su continuación a través de la guerra de 1948 entre varios Estados árabes y el recién proclamado Estado de Israel. En ella, el Ejército israelí se anexionó más tierra palestina y provocó el desplazamiento forzado de más de 700.000 palestinos. De ese modo, el nuevo Estado judío pasó a controlar el 78% del territorio. Muchos de aquellos refugiados se asentaron en Gaza, en tiendas de campaña temporales, aguardando la posibilidad de su regreso a su tierra y a sus casas. Hasta hoy.
Israel aprobó la Ley del Retorno, que establece el derecho de todos los judíos del mundo, de quienes sean hijos o nietos de judíos y de quienes se conviertan al judaísmo a emigrar a Israel y recibir la ciudadanía. Sin embargo, Israel niega el permiso para regresar a su hogar a los palestinos allí nacidos y de allí expulsados, y a sus descendientes. En 1967, durante la Guerra de los Seis Días, Israel ocupó militarmente el 22% del territorio palestino restante, es decir, Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, en una maniobra que provocó la huida forzada de otros 250.000 palestinos, y que nunca ha sido reconocida por la comunidad internacional. De hecho, son varias las resoluciones de la ONU que exigen la retirada israelí de los territorios palestinos ocupados en 1967, un mandato que Israel incumple de forma sistemática. También lo ha solicitado la Corte Internacional de Justicia, máximo tribunal de Naciones Unidas, que subraya la ilegalidad de la ocupación israelí y la necesidad de que ésta termine.
En las últimas décadas los mecanismos de control contra la población palestina se han ido sofisticando. La ocupación israelí en Cisjordania y Jerusalén Este se ha extendido y multiplicado, con más de 700.000 colonos en la actualidad. A ello se suma el bloqueo que Israel mantiene sobre Gaza desde 2007, tras la victoria electoral de Hamás en 2006. Desde 1948 hasta la primera revuelta popular palestina contra la ocupación –la Primera Intifada– transcurrieron 39 años. En ella los palestinos salieron a la calle a manifestarse tras la muerte de varias personas en Gaza, aplastadas por un camión de la ocupación israelí, y contra las violaciones continuadas de sus derechos. Las imágenes de chavales arrojando piedras contra tanques dieron la vuelta al mundo.
Los años noventa estuvieron marcados por el asesinato del primer ministro Isaac Rabin a manos de un ultra sionista israelí, la continuación de la violencia y la discriminación contra la población palestina por parte del Ejército israelí, los atentados de Hamás y la Yihad Islámica contra soldados y civiles israelíes y la extensión de los asentamientos de colonos. En septiembre de 2000 comenzó una nueva sublevación popular, la Segunda Intifada palestina.
En ese escenario de tensión e impunidad nació el autor de este libro, Mahmoud Mushtaha, tras décadas de ocupación ilegal israelí de Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este. La represión y los asesinatos extrajudiciales por parte de Israel, la muerte de Yasser Arafat en 2004, el triunfo de Hamás en las elecciones de 2006, el bloqueo total de la Franja y la concatenación de ofensivas militares israelíes, en las que murieron miles de palestinos, marcaron su niñez y adolescencia.
Entre 2000 y 2008, los bombardeos de Israel causaron 3.800 muertos palestinos en Gaza y gran destrucción de infraestructuras palestinas. En el mismo periodo, los misiles de Hamás lanzados desde Gaza mataron a 23 israelíes. Desde 1988 hasta octubre de 2023, el 87% de las víctimas mortales fueron palestinas. Desde enero de 2023 hasta octubre de ese mismo año, unos 200 palestinos habían muerto solo en Cisjordania, a manos del Ejército israelí o de colonos.
Cuando se produjeron los atentados de Hamás el 7 de octubre de 2023, en los que murieron 1.200 israelíes, una parte importante de la comunidad internacional asumió y defendió una contestación militar aplastante por parte de Israel. No hacía falta ser un gran experto en el tema para saber que la respuesta israelí sería de una enorme envergadura y mataría a miles de personas, o incluso a decenas de miles. Así se advirtió desde circuitos internacionales de derechos humanos, pero no importó. El cierre de filas con Israel, el apoyo incondicional a su respuesta, fue prácticamente unánime en las primeras semanas de la masacre en Gaza.
La apuesta por la guerra sigue demostrándose terrorífica y desastrosa. En once meses, por la vía de la fuerza, Israel mató a más de 40.000 personas –entre ellas, a tres israelíes a los que disparó mientras ondeaban telas blancas– y solo logró liberar a 7 rehenes. Con acuerdos, obtuvo la puesta en libertad de 105 rehenes, en el mes de noviembre. Si Israel priorizara a los rehenes secuestrados por Hamás, habría negociado hace mucho, pero su objetivo principal es otro.
Los crímenes masivos que el Ejército israelí ha cometido en Gaza han sido justificados y apoyados por países que se presentan a sí mismos como adalides de los derechos humanos. El respaldo de EEUU a Israel, con protección política y envío de grandes paquetes de armamento, ha sido clave para la continuación de la masacre. La ausencia de medidas de presión real por parte de Europa ha contribuido activamente a la impunidad israelí. No ha habido desde el Norte Global ni sanciones, ni suspensión de relaciones comerciales, ni congelación de acuerdos políticos y económicos, ni embargos en la compraventa de material militar.
Este posicionamiento contrasta con la reacción inmediata que se produjo en 2022 ante la invasión rusa de territorio ucraniano. Pocas veces el doble rasero en la geopolítica ha sido tan perceptible por las sociedades de los países desarrollados. Las líneas rojas del andamiaje construido tras la Segunda Guerra Mundial, basado en la Carta Universal de los Derechos Humanos de la ONU y en un débil –pero a veces esperanzador– derecho internacional, se han difuminado más aún y corren el riesgo de derrumbarse. Todo ello ocurre en un contexto global atento a la escasez de los recursos naturales y condicionado por fuerzas nacionales y transnacionales que participan en una competición por el acceso a las materias primas del planeta. El escenario de la guerra –siempre caótico– suele ser terreno idóneo para la consolidación de ocupaciones ilegales, anexiones de territorio y apropiación de riquezas ajenas. El colonialismo israelí siempre ha podido avanzar así.
Mahmoud Mushtaha ha sido testigo directo, periodista y víctima al mismo tiempo, de una masacre continuada contra su pueblo. Cuando escribo estas líneas acaban de cumplirse once meses desde el inicio del castigo colectivo contra la población de Gaza. Once meses en los que desde cualquier rincón del mundo se han podido contemplar fotos y vídeos de matanzas, de desplazamientos forzados, de destrucción masiva. Lo estamos viendo en tiempo real, sin que se hayan adoptado las medidas de presión necesarias para detenerlo, para impedir su continuación.
El paso del tiempo, la falta de contundencia de muchos gobiernos en la denuncia de los crímenes, la complicidad y apoyo a Israel de EEUU y varios países europeos, así como el enfoque y la narrativa adoptados en diversos medios de comunicación han contribuido a normalizar la masacre en Gaza. Como ha advertido la pensadora judía canadiense Naomi Klein, estamos ante un genocidio ambiental en Gaza, una masacre que aparece en nuestro día a día como un mero ruido de fondo, como un simple hilo de música ambiental cotidiano, normalizado, asumido. Nadie podrá decir en el futuro que no lo sabía.
CTXT DdA, XX/5.784
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