Paquita Fernandez Coalla
Si algún momento hay en mi vida que me gustaría volver a vivir es el instante mismo en el que, después de haberlas abrigado en mi cuerpo durante nueve meses, vi la cara de mis dos hijas: sus ojos clavados a los míos mirándome, poseídas por lo que me imagino que tiene que ser el asombro absoluto –si naciéramos con la capacidad de nombrarlo– y yo tratando de hacerme a la idea, mientras las sostenía en brazos, de que aquel milagro era real. Si a la felicidad se le pudiera poner un rostro y se pudieran identificar sus huellas en la geografía temporal de nuestra biografía yo, personalmente, le pondría este y la situaría en esa brevísima porción de tiempo que a veces no puedo llegar a creer que hubiera ocurrido. Sé bien que esta no es una experiencia universal y por eso mismo insisto en personalizarla. Y desde esta personalización insisto en que, para mí, ha sido la experiencia ordinaria más excepcional.
Pero a la misma vez que la felicidad, y esa alegría desmesurada que puede producir el nacimiento de cualquier hijo, llega también el miedo. Muchas veces me acerqué a mis hijas por las noches para asegurarme de que seguían respirando, que no habían perdido el calor tibio de la piel, que el aliento que se necesita para vivir seguía intacto. Sentir el pálpito de su corazón junto al mío me tranquilizaba, aunque no tardé en darme cuenta de que, cuando tienes hijos, te pasas ya el resto de la vida pendiente de que respiren. No puedo pensar en esas personas que han perdido a una hija o a un hijo sin que me estremezca la realidad de una muerte absolutamente inaceptable. No puedo siquiera dar cabida a una posibilidad con la que todas las fibras del cuerpo me tiemblan, ni dejar de preguntarme, desde el espanto mayor, cómo es posible que un padre o una madre sigan respirando cuando alguno de sus hijos ya no respira. Cómo pueden hacerlo. Cómo lo hacen.
Cómo lo hará –en caso de que aún esté vivo– Mohammad Abu Al-Qumsan, ese hombre palestino que el pasado 13 de agosto tuvo que tramitar el acta de defunción de su hijo y de su hija gemelos –Aysal y Aser, de apenas tres días– cuando acababa de recoger la de nacimiento. (Además del acta de defunción de la esposa que acababa de dar a luz.) Al igual que tantas otras madres y padres palestinos, víctimas de este genocidio que no cesa, Mohammad Aby Al-Qumsan ya no vivirá con el miedo a que sus hijos dejen de respirar, pero me imagino que a cambio de esto tendrá que soportar para el resto de sus días –si alguno le queda– el paisaje del horror en estado puro metido en la sangre.
Cómo se puede vivir así no quiero saberlo. No quiero pensar, ni de lejos siquiera, que esa posibilidad existe, que a cualquiera puede pasarle, aun cuando soy terriblemente consciente del privilegio desde el que hablo, desde esa seguridad elemental que me otorga la azarosa circunstancia de vivir en un lugar en el que existen unas mínimas certezas de las que carecen las madres y los padres, en este caso, de Palestina.
Se sabe que durante la Guerra del Vietnam las mismas autoridades del ejército estadounidense llegaron a administrar todo tipo de drogas a sus soldados para alterar su conciencia, mejorar su resistencia física, y disminuir el estrés y el colapso mental. Me imagino que hacer la guerra en estas condiciones pudo haber sido para ellos física y emocionalmente más fácil, pero contra todo pronóstico no se pudo evitar el colapso de estos soldados cuyo único trabajo era matar a gente inocente que no conocía ni le había hecho nada. A pesar de los narcóticos y estupefacientes administrados, el peso de todos esos muertos anónimos que habían asesinado fue demasiado grande para que no los siguieran persiguiendo cuando la guerra acabó. Y hasta cierto punto, y con lo complejo que es culpabilizar a estos soldados del ejército de los Estados Unidos cuyo mayor anhelo es sacar de la miseria a su familia, uno se alegra un poco de que así fuera. Muchos de los que participan en las numerosas y sangrientas invasiones de este país –yo pensaría que todos– regresan con un trastorno de estrés postraumático que suele invalidarlos para integrarse en la vida civil con un mínimo orden, y convertidos, en el peor de los casos, en ciudadanos potencialmente peligrosos que son capaces de entrar armados en una escuela a matar más niños.
Desconozco los detalles concretos de cómo se logra entrenar a un ejército como el de Israel para hacer del exterminio sistemático de un pueblo una tarea diaria. Ignoro si después de haber aniquilado a cuanto palestino se les ha puesto por delante porque se aburrían, los soldados israelíes podrán dormir tranquilos, disfrutar de la comida que comen, regresar satisfechos con sus familias tras haber cumplido con la responsabilidad de su trabajo. Me intriga saber qué les contarán a sus hijos cuando los vean, cuando los abracen, cuando les den un beso antes de dormir y les digan que los quieren. Me pregunto qué sentirán, y en qué hebra del cuerpo exactamente se agarrarán sus emociones cuando los miran a los ojos, sabiendo que acaban de dejar huérfanos a muchísimos niños palestinos que no tendrán brazos en los que esconder el miedo esa noche, y sabiendo, también, que muchos padres y madres de otros niños no podrán siquiera acariciar por última vez el rostro helado de los hijos muertos. Esos que, antes de regresar a casa a pasar la noche con su familia, acaban ellos de matar. Esos mismos que, mientras los soldados, y los jefes de los soldados, y los representantes de las máximas autoridades del ejército israelí se acercan a la cama de sus hijos a verlos respirar, y a asegurarse de que siguen vivos, ya no respiran.
NORTES DdA, XX/5.757
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