Lazarillo
Mi memoria gijonesa de niñez y adolescencia no conoce amaneceres como este del Campo Valdés, abierto al primer sol que despunta por oriente sobre el horizonte marino, y que tanto debió de admirar la escritora Rosario de Acuña desde su casa, en lo alto de los acantilados del Cervigón. Me habría gustado contar con esa vivencia en la agenda de mis recuerdos, tal como presenta el escenario mi estimado Marcelo Novoa un día raso y reciente de verano. Sí conocí atardeceres en la roca de la Cantábrica, la primera escalera de acceso a la playa de San Lorenzo, adonde iba a pescar con mis amigos. Recuerdo una de esas tardes la voz de mi abuelo con su boina, asomado a la balaustrada, preocupado por verme salpicado por las olas. Nunca se borró esa imagen de mi memoria. Se reproduce entre los recuerdos más hondos cada vez que alguien despierta con el objetivo de su cámara, realzándolo fotográficamente, ese escenario de la ciudad, idéntico al de entonces. En este caso es esa primera luz del alba la que ilumina la imagen del abuelo ferroviario. Él fue la primera persona que me contó un cuento a la hora de dormir, cuando era tan niño que todo menos eso se quemó en el olvido. Hoy lo he vuelto a ver otra vez en el Campo Valdés, recién amanecido entre esa luz de sueño, con su boina y su cachava, asomado a mi vida, casi ya tanta como la suya.
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