martes, 4 de junio de 2024

EL EXTREMISMO VERTICAL Y LA DESMEMORIA DE LAS CIUDADES




Félix Población

Tomo de un blog dedicado a la memoria gráfica de Gijón estas dos fotografías de un mismo escenario de la villa, que nos sirven para comparar la ciudad que conocimos los de mayor edad en nuestra niñez y la que se nos ofrece en la actualidad. Nos valen, además, como cabal ejemplo del desbocado crecimiento vertical de Gijón a partir sobre todo de finales de los años sesenta, la década de los setenta y parte de los ochenta, lo que se dio en llamar en origen desarrollismo. 

La que se conocía y conoce como zona de Los Campos, en alusión a la histórica sala de teatro y luego de cine que llevó primero el nombre de Campos Elíseos y luego se quedó sin su referencia parisina, ofrece en la primera de las instantáneas, al fondo, la imagen del viejo edificio donde muchos empezamos de niños a ver el primer cine en las sesiones familiares y baratas de los domingos a las tres de la tarde. Era especialmente molesto acceder a los graderíos de madera de gallinero, frecuentados por las pulgas, porque al ser las entradas sin numerar obligaban a pugnar al acceder al recinto por los mejores lugares de visión. Eso, después del habitual cocido con garbanzos de los domingos, obligaba a estrecheces cuerpo contra cuerpo nada saludables.

La valla con rejas que aparece a la derecha en primer plano es la que cercaba el palacete de estilo ecléctico del indiano de Pedro Alonso Álvarez, construido en 1908, uno de los muchos que se derribaron sin contemplaciones en las décadas señaladas, éste concretamente en 1983, y que del que algunos recordamos sus elegantes balconadas y miradores, así  como una curiosa torreta acabada en cúpula que le daba cierto acento oriental. 

De la época de esa primera fotografía sólo se mantiene el pequeño jardín triangular encajado entre las calles de Uría y la avenida de la Costa, donde todavía podemos ver el viejo quiosco de ladrillo -similar al de la plazuela del general San Miguel y al que había en el Paseo de Begoña-, cuyo uso como tal finiquitó incluso antes de la crisis que sufrieron estos comercios cuando las publicaciones de papel perdieron su hegemonía a favor de las electrónicas.

Aparte de servirnos para comparar la ciudad en la que nos criamos y crecimos con la ciudad actual, esta contrastada visión urbana nos sirve para darnos cuenta de la importancia que debería haber tenido el respeto a la memoria histórica de las ciudades, sin renunciar, por supuesto, a la evolución y desarrollo urbanístico de las mismas, bien explícito en la demografía en este caso. De aquel Gijón de poco más de 120.000 habitantes se ha pasado a una ciudad con casi 300.000 y es comprensible el crecimiento de los edificios según los parámetros de la ciudades de hoy en día. Pero, desde luego, ese crecimiento siempre se habría podido llevar con más mesura, respetando los antiguos edificios restaurables, algo que la codicia y la fiebre especulativa descartaron de raíz y sin ningún miramiento.  

De ese desprecio al patrimonio arquitectónico gijonés, propio de una ciudad sin ley,  sólo se salvaron unas cuantas joyas que nos sirven en la actualidad, además de para seguir admirándolas, para lamentar las que fueron destruidas sin la más mínima sensibilidad por el pasado histórico de Gijón, ese que sirve para que las ciudades, o al menos el cogollo histórico de las mismas, tengan una identidad y reconocimiento en la memoria de quienes las habitaron y viven en ellas.

Tal como apuntaba no hace mucho un articulista, respecto al riesgo que comportan aquellas poblaciones que han hecho del turismo su fundamental razón de ser, falsificando con ello su realidad cotidiana y haciendo aún más grave el problema de la vivienda por el debocado encarecimiento de mercado inmobiliario, si Gijón creció despreciando y depredando buena parte del pasado de aquella ciudad burguesa en la que subsistían no pocos edificios representativos, la ciudad de nuestros días debería reparar en que una superexplotación turística podría darle la puntilla hasta hacer de ella una población más, sin personalidad ni carisma distintivo alguno.

Esto es algo que se viene observando en los últimos años y que no parece se tenga en  consideración para tratar de enmendarlo, tal como ocurrió con aquel desarrollismo depredador de los años setenta y ochenta, al que algunos en nuestra mocedad asistimos impotentes. Ahora, con las ciudades turistificadas, estamos en presencia de un fenómeno que hace de estas poblaciones algo cada vez más ajeno a quienes las habitan, diluyendo su carácter hasta convertir  sus calles, plazas, playas y demás parajes naturales en un mero y gran objeto de negocio, al que se le exprime hasta masificarlo, degradarlos y enajenar su personalidad. Van así las ciudades y sus entornos convirtiéndose en ciudades de mentira, vinculadas por el denominador común de hacer caja, aunque sea a costa de los propios motivos que las hacen atrayentes.

Ciudades de mentira para poblaciones hechas cada vez más a esa mentira. Estamos en ello. El viejo barrio de Cimadevilla, cuna de la villa gijonesa, es una prueba. Se empezó por aquello que más arraigado estaba en la médula histórica de la ciudad, donde para darle la puntilla se va a levantar  ahora un gran hotel que socavará aún más una de los ámbitos urbanos más unidos a la memoria sentimental de la ciudadanía.

Las ciudades han de crecer y adaptarse a los nuevos tiempos, ciertamente. Pero en Gijón lo de crecer se ha entendido de modo tan brutalmente literal que su extremismo vertical la ha desmemoriado, dejándola sin buena parte de los edificios que podrían haber servido de referencia histórica para entender el desarrollo de la villa cantábrica desde los comienzos de su industrialización hasta ahora. Puede que quienes no vivimos en Gijón desde hace muchos años hayamos sido más sensibles a esas pérdidas cada vez que visitábamos la ciudad a lo largo de una parte de las décadas aludidas, pero cuando más lo sentimos -y en estos están igualados tantos los gijoneses que se ausentaron como los que permanecieron en la villa- es al manejar documentación gráfica contrastada, como la que ha dado pie a este artículo.



PS. Tal como señala mi amigo Goti del Sol, es de sumo interés la próxima exposición que se inaugurará la semana que viene en el Museo Casa Natal de Jovellanos bajo el título Arquitectura, ciudad e identidad. Miguel García de la Cruz y Manuel del Busto. Gijón, 1902-1948. Comisariada por Héctor Blanco, con esta muestra conoceremos la labor de dos arquitectos clave para el desarrollo urbano de Gijón.

DdA, XX/5.672

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