Es muy probable que la gran exposición que acaba de inaugurarse en el Museo del Prado y que podrá ser visitada hasta el mes de septiembre, en la que por primera vez se ofrece de modo antológico la plasmación en el arte de la pintura de las transformaciones sociales experimentadas en nuestro país durante el periodo que va de 1885 a 1910, tenga que ser prorrogada al término de esos cuatro meses. Estoy convencido de que va a contar con mucha expectación desde los primeros días y con mucha más en cuanto se corra la voz de su valioso contenido, del que se informa someramente de modo ilustrado en esta estupenda y detallada reseña de MASARTE.COM. Se impone, por lo tanto el correspondiente viaje a la villa y corte, para quienes no residimos en Madrid, aunque para este Lazarillo esta otrora querida y pateada ciudad ha ido perdiendo parte del encanto que la ligaba con buena parte de mi biografía, haciéndola cada vez más inhóspita. Es grato comprobar que entre las obras expuestas se ha contado con la inclusión de Nicanor Piñole, el pintor gijonés al que conocí y al que muy al final de su vida centenaria se le dedicó una exposición sobre una selección de su obra en la Biblioteca Nacional. En esta del Museo del Prado podremos ver algún cuadro de Piñole relacionado con los trabajadores de la mar. Como la exposición consta de 300 obras -con sólo dos de mujeres- y está estructura en trece secciones temáticas, habrá que tomarse la visita con la calma, atención y todo el tiempo que una muestra así requiere. Demasiado arte, tal vez, para una sola visita -dicho sea como observación crítica al comisario de la muestra-, por lo que quizá hubiera sido más recomendable que esta exposición monumental lo fuera menos y se hubiera podido ofrecer con menos obras en varias muestras sucesivas. Sobre todo teniendo en cuenta al público de una cierta edad -entre el que me encuentro- que acudirá a nuestra admirada pinacoteca. Y además, aunque podría interpretarse como pedir peras al olmo, en este tipo de exposiciones debería buscarse más la delectación del espectador que el mero y mercantil consumo turístico al uso y abuso.
José Jiménez Aranda. Una desgracia, 1890. Colección privada
Si hubo un tiempo en que el arte estuvo presente en los debates sociales, y a su vez estos recogidos en la creación artística, ese fue el de los últimos compases del siglo XIX y los inicios del XX, de un modo en el que quizá hoy, en una época tendente al ensimismamiento y los circuitos cerrados, no podemos hacernos a la idea. Así lo ha subrayado Miguel Falomir en la presentación de “Arte y transformaciones sociales en España. 1885-1910”, una muestra monumental en su propósito y su amplitud que hasta septiembre podrá verse en el Museo Nacional del Prado y que viene gestándose, desde hace cerca de quince años, en su Área de Pintura del siglo XIX, cuyo Jefe de Conservación, Javier Barón, es comisario de este proyecto.
Forma parte de una línea expositiva que la pinacoteca viene dedicando a artistas y episodios menos conocidos o abordados (en la que también se integraron “El espejo perdido“, “Invitadas. Fragmentos sobre mujeres, ideología y artes plásticas en España” u “Otro Renacimiento. Artistas españoles en Nápoles a comienzos del Cinquecento“) y a partir tanto de pinturas, esculturas y grabados, como de artes que nacieron en aquel momento -la fotografía, el cine, el cartelismo-, propone una revisión de los diversos caminos estéticos y temáticos por los que los autores del cambio de siglo convirtieron la realidad cotidiana en objeto de exploración, fundamentalmente aquella más susceptible de ser leída o interpretada desde una perspectiva social, más o menos crítica y atenta, en todo caso, a las convulsiones de un periodo decisivo. El arco temporal estudiado en esta exhibición es breve, pero coincide con una etapa fundamental de la Restauración: la regencia de María Cristina y casi una primera mitad del reinado de Alfonso XIII, años en los que se aprueba la ley reguladora del derecho de asociación, legalizándose sindicatos y asociaciones obreras (1887); se introduce el sufragio universal masculino (1890); surge el Instituto Nacional de Previsión, antecedente de la Seguridad Social (1908); se suceden los magnicidios (Prim en 1870, Cánovas en 1897, Canalejas en 1912); las revueltas anarquistas desembocan en la Semana Trágica de Barcelona (1909) y se prohíbe el establecimiento de nuevas asociaciones pertenecientes a órdenes religiosas (1910). En lo plenamente artístico, Picasso, Juan Gris y Solana daban sus primeros pasos justamente en composiciones de impronta social y, en paralelo, como es sabido, los cambios y penurias de los hijos de esta época eran llevados a la literatura, primero en Francia y después en casi todas partes (por Zola, Pérez Galdós, Clarín, Blasco Ibáñez, Pardo Bazán…). Las artes plásticas y sus novelas se nutrieron mutuamente.
El recorrido de esta exposición cuenta con un buen número de obras procedentes de los fondos del propio Prado, dado que fueron adquiridas por el Estado al tener éxito en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes; hasta tiempo reciente solo se exhibía de ellas una pequeña parte, por razones de espacio, y aún hoy las piezas de este momento y esta temática que cuelgan de forma permanente en el Museo suponen solo, como ha recalcado Barón, la punta del iceberg. Ofrecen, en todo caso, una oportunidad excepcional de repensar nuestra mirada actual hacia la historia (social) de esas décadas, una mirada puede que menos compleja y más homogeneizadora que la que estas imágenes nos ofrecen: como tantas veces en las creaciones de Darío de Regoyos, lo tenido por tradición y la teórica modernidad parecen muy a menudo cohabitar en una habitación estrecha.
“Arte y transformaciones sociales en España. 1885-1910” se estructura en trece secciones temáticas; es difícil encontrar aristas del desarrollo social que no se aborden, muchas necesariamente nuevas (el trabajo en la industria, las huelgas y reclamaciones obreras, la pujanza de la medicina en hospitales…) y otras contempladas desde un prisma inédito hasta entonces (la labor en el campo o el mar, la muerte o la religión). Se completan con un número casi parejo de gabinetes, pequeñas estancias diferenciadas por sus paredes oscuras y su luminosidad baja en las que se exhiben fotos y obras gráficas, y responden a un estilo en general naturalista, pero la muestra hace notar que, desde 1900, y sobre todo a partir de la irrupción de la fotografía y el cine, por su precisión inherente, este naturalismo se reveló insuficiente a la hora de proponer enfoques novedosos a asuntos de interés general que, en buena medida, también lo eran. Lo anteriormente considerado carente de interés, decoro o belleza, lo que fue trivial, devino en esas décadas merecedor de grandes formatos y medallas de oro en las exposiciones oficiales, si bien la crudeza de algunas de estas piezas no las salvó de la controversia.
La muestra comienza con escenas agrícolas y ganaderas, teniendo en cuenta que estas actividades continuaban siendo la principal fuente de riqueza y de ocupación para la mayoría (entonces y aún durante medio siglo más). Frente a pasados enfoques costumbristas, se opta ahora por los grandes formatos y el citado estilo naturalista en la senda de autores franceses como Lhermitte o Jules Bastien-Lepage: destacan un tríptico de Martínez Cubells, por sus figuras a tamaño natural y por aunar en una gran escena trabajo, descanso y familia; las composiciones más técnicamente desenvueltas de Sorolla; y las más sombrías de Regoyos, que entonces ya viraba hacia el antinaturalismo desde la simplificación expresiva, pues deformaba figuras, acentuaba el sufrimiento de los animales, negaba idealización a los paisajes. En cuanto a la faena en el mar, ganan peso en esta época las representaciones de sus peligros y esfuerzos; de nuevo Sorolla, buen conocedor de su oficio, trabajó a partir de la observación directa de los pescadores, con pinceladas amplias y enérgicas, acentuando la captación de atmósferas; otros autores prefirieron centrarse en el análisis de tipos marineros (Mateo Inurria) o en la monumentalización, y por tanto dignificación, de sus figuras (Nicanor Piñole).
Junto a estos trabajos eternos, comenzó a crecer el empleo ligado a la industria, del que también participaron mujeres y niños (por salarios menores que los de los hombres). Los retrataron artistas como Rusiñol, Regoyos o Gargallo; el primero cuidando el estudio de los interiores, la precisión de la maquinaria; el segundo en composiciones frontales y sencillas, de colorido vivo; y el último en una escultura de estética simple que también monumentalizaba sus esfuerzos. Ramón Casas llegó a incorporar a este mismo tema un sentido alegórico.
Apartado específico merece en la exposición la incorporación, en aumento, de la mujer al mundo laboral, paulatinamente menor en el sector primario y creciente en la industria, especialmente desde 1900. Contemplaremos doradoras (Manuel Cusí), empleadas de la industria textil (Joan Planella), sirgueras (Anselmo Guinea) o pescadoras (Julio González). Ellas también adquieren protagonismo en el capítulo dedicado a la religión: la Constitución de 1876 establecía el catolicismo como la oficial del Estado y, bajo el gobierno de Cánovas, se favoreció la influencia de la Iglesia en todas las capas sociales, pese al progresivo desarrollo de un pensamiento laico.
Los artistas cultivaron con frecuencia asuntos como los ritos de los sacramentos (Casas), las obras de misericordia y sanación (Luis Menéndez Pidal), las procesiones (Regoyos y Gutiérrez Solana, estos últimos representantes de una perspectiva crítica frente a la tradición) o los exvotos (Ventura Álvarez Sala). No faltan aquí Viernes santo en Castilla, la imagen emblemática de Regoyos en el que el paso rápido de un tren se contrapone al lento de una procesión bajo su puente, ni La catedral de los pobres de Joaquim Mir, conmovedora composición en la que una familia desafortunada malvive junto a una Sagrada Familia en construcción.
Religiosos y médicos conviven en las escenas hospitalarias que dan fe del avance de la medicina en este momento, época de la regularización de las vacunas y de la difusión de normas de higiene en estos establecimientos. Tanto en la pintura como en la literatura los médicos se convirtieron en una suerte de héroes éticos frente a la ignorancia o la mala praxis de las clases dominantes; podremos contemplarlos estudiando en Una investigación, de Sorolla, o atendiendo a los enfermos en la espléndida La sala del hospital durante la visita del médico en jefe, de Luis Jiménez Aranda, o en Ciencia y caridad, de un adolescente Picasso. La escultura Los degenerados, de Carles Mani, parece remitir por la expresividad de los dos cuerpos esculpidos a la teoría, entonces en boga, de los vicios genéticamente recibidos, a la que también alude Triste herencia de Sorolla, igualmente ahora en el Prado.
El crecimiento de la industria favoreció el de los accidentes laborales (Una desgracia, de José Jiménez Aranda), aunque también se produjeran estos en las actividades de siglos pasados (¡Aún dicen que el pescado es caro!, de nuevo de Sorolla). Esta vez, en estas pinturas no gana el drama del dolor, sino la atención a las diferentes reacciones de quienes pasaban por allí o de los compañeros de los malheridos. Fue en este momento, en 1900, cuando se estableció la responsabilidad del patrono ante estos sucesos y el derecho a la indemnización.
Algunas de las escenas más hirientes de la exposición se dan cita en la sección centrada en la prostitución, tema habitual entre novelistas y pintores del realismo naturalista como emblema de la explotación y la injusticia social. Lo abordaron Sorolla, Antonio Fillol, autor de algunas de las pinturas más crudas en el recorrido -su prostituta desolada ante un cliente indiferente lo es-, Zuloaga, Gonzalo Bilbao, Romero de Torres, y también Anglada-Camarasa y Picasso, en el caso de estos últimos desde una perspectiva más urbana y alejada de la denuncia.
Están presentes, asimismo, en la exhibición los españoles migrantes (probablemente hacia Cuba o Argentina), en grandes formatos y en el trance de la despedida de sus familias y la incertidumbre ante el futuro; también quienes se trasladaban -en ese caso, en ferrocarril y no en barco- del campo a las ciudades. En estas últimas surgieron ya periferias de pobreza y a la pintura llegaron empeños, desahucios, orfandades. Tampoco faltan las huelgas y demandas sociales llevadas al lienzo por Vicente Cutanda y José Uría, las reuniones clandestinas de obreros (Lluís Graner) o los disturbios violentos (Fillol), a menudo auspiciados por el anarquismo. Las distintas versiones de la despedida familiar de sus responsables antes de la ejecución (Chicharro, Benedito, Álvarez de Sotomayor) parecen situarse, en distintos grados, a medio camino entre la reprobación y la compasión.
El capítulo más esperanzador llega de la mano de la educación, en buena medida asumida por la Iglesia (Enseñar al que no sabe, de Augusto Junquera) y, en ciertos contextos, como el andaluz, también por mujeres que aceptaban cuidar de los hijos de sus compañeras que trabajaban; aquellas se llamaban “escuelas de amiga” y las representaron Romero de Torres y Domingo Muñoz.
La muerte, que había sido tema central del romanticismo, aparece de nuevo en muchas pinturas del cambio de siglo, pero desde emociones más austeras: desde el naturalismo sobrio, que no niega la tragedia (Garrote vil, El entierro de Casellas, de Ramón Casas. Aquel era amigo del pintor y se había suicidado). Innova en su tratamiento de este asunto, una vez más, Regoyos, que en Visita de pésame se acerca claramente al simbolismo belga que conoció de cerca.
El broche a “Arte y transformaciones sociales en España. 1885-1910” lo pone un incipiente cine, que desde sus primeros pasos representó, y atrajo, a todo tipo de públicos, y que supuso, como dijimos, un desafío para los pintores naturalistas por su capacidad de inmortalizar lo real -lo real dentro de campo- sin margen de error. Podremos contemplar una selección de valiosísimas películas tempranas, que en nuestro país se mostraron y rodaron casi tan pronto como en Francia y que captaban desde hechos cotidianos (tareas del campo, la salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza) a otros que no lo eran tanto (incendios). Veremos la reconstrucción fílmica del asesinato de Canalejas en la Puerta del Sol, del funcionamiento de un centro de salud mental o de las prácticas de disección.
El ingente estudio social de un lugar y un tiempo al que esta exposición puede dar pie se completa en el catálogo: muchas de las piezas (especialmente las fotografías) no se habían mostrado al público hasta ahora y todas cuentan con ficha informativa propia.
DdA, XX/5.652 MASDEARTE.COM
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