Este texto pertenece al artículo De la buena gente, publicado en el blog del autor Comiendo tierra que sigue apareciendo en el diario Público.
Este fin de semana estuve en Sanlucar la Mayor, en el Aljarafe de Sevilla. Tenía lugar el Encuentro Anual de Radios Comunitarias y me invitaron con Francisco Sierra a la conferencia inaugural. Estos proyectos comunitarios, modestos pero firmes, siempre olvidados por la izquierda y despreciados por hostiles por la derecha, vienen siendo esenciales en España desde hace 40 años, cuando los ayuntamientos progresistas, que nacieron de las primeras elecciones municipales (1979) tras la dictadura, tenían la tarea de hacer valer que, en verdad, estábamos recuperando la democracia.
En otros lugares, como Venezuela, Colombia, Ecuador o Argentina, siempre han sido esenciales en momentos en donde la democracia estaba en peligro o cuando los poderosos conspiraban contra ella. Son los antecedentes de los actuales podcast, youtubers o influencers, pero, como se recordaba en el encuentro, mientras que estos nuevos comunicadores solo hacen valer su mirada individual y su perspectiva crematística, las radios comunitarias siempre priorizan el elemento comunitario de la información y del entretenimiento sin atender a (casi) ninguna exigencia del mercado.
"Todo necio confunde valor y precio", decía Antonio Machado. En cada tarea comunitaria destaca el enorme valor que incorpora y la ausencia de precio. A nadie se le ocurre preguntar si hay tarifas y, quizá por eso, no suele haber gente de la derecha porque tampoco hay sobres. Su recompensa está en que otorga ingentes cantidades de satisfacción personal. Porque incorpora ingentes cantidades de tiempo generosamente regalado a la comunidad, en una cadena donde todos los eslabones son necesarios para que el proyecto, sea el que sea, salga adelante.
Es esa íntima satisfacción de haber hecho lo correcto. Cuando le preguntaban a Federico García Lorca por qué dedicaban tanto esfuerzo a La Barraca, el proyecto de llevar el teatro clásico a sectores populares que quizá ni lo entendían, contestaba: "porque somos misioneros patológicos".
Las radios comunitarias son un ejemplo de esos millones de "misioneros y misioneras patológicas" que llevan decenios defendiendo el fuego en diminutas hogueras que, sin embargo, construyen vida, calientan en el frio y reconfortan en nuestros particulares abismos. Que son, como decía Calvino, ese "no infierno" en mitad del infierno "que habitamos todos los días".
Como le ocurre a tantos movimientos sociales, a grupos de lectura y escritura que ayudan a huir de la soledad, a asociaciones de vecinos atentas al barrio, a quienes hacen teatro para hacer más cultas a sus comunidades, a los que entienden la música como su colaboración a un mundo más alegre y decente, a los investigadores que ven la lucha contra el calentamiento global como parte añadida a su tarea científica, a la gente que milita en partidos sin esperar nada que no sea pararles los pies a los abusones y hacer mejor nuestros países.
Son esa gente que te ayuda sin que esté escrito en ningún documento que tengan que hacerlo, que madruga o trasnocha para que otros sepan de alguna iniquidad, que te regalan un poco más de tu tiempo en la consulta, a la salida de clase, en el andén del tren, en el autobús, el supermercado, en la tienda o en el portal de tu casa.
Nuestras sociedades quieren organizar la sociedad sobre la base de la oferta y la demanda, mercantilizando todos nuestros intercambios —vestir, comer, aprender, divertirnos, jugar, hacer deporte, tener sexo o elegir a las amistades— confiando en que la suma de nuestros egoísmos haga que el carnicero nos dé mejor carne y a un precio más asequible confiando estrictamente en nuestra capacidad como clientes.
Pero si miramos a la historia y vemos que tenemos derechos civiles, políticos, sociales, que tenemos una identidad con la que convivimos, que podemos atrevernos a burlar la muerte sin caminar entre precipicios paralizantes, si somos, en suma, sujetos de dignidad, ha sido siempre —siempre— porque mucha gente corriente, como usted y como yo, decidió dejar de lado sus meros intereses individuales y apostaron por regalar parte de su tiempo a algo que, entendieron, les hacía un poco más grandes sin dejar de ser ellos mismos.
Son esas personas generosas que, como decía Bertolt Brecht, "cocinaron la cena" la noche de la victoria, conquistaron la India con Alejandro, fueron los albañiles que levantaron los arcos del triunfo, la muralla china, las pirámides o el Valle de Cuelgamuros, aunque nadie nunca les cita en los libros de historia. Son esa gente que solo aparece cuando cepillamos la historia a contrapelo.
Esa buena gente sin medallas que te habla desde una radio en una habitación llena del éter de quienes se saben en el lado correcto de la historia. Las gentes que están siempre ahí haciendo que la rueda camine queriendo ser tan solo una de las partes del mecanismo. La gente sin la cual el reloj que mide el tiempo de lo bueno no funciona. Son la gente que hace posible siempre guardar la voz, reservar la llama, atesorar la bandera y recordar las peleas. Los misioneros patológicos, las misioneras patológicas.
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