Como teorizó Darwin, las especies evolucionan adaptándose a las condiciones del medio y de esa manera se van diferenciando y multiplicando. Así había ocurrido también en la playa de San Lorenzo de Gijón y desde esa perspectiva se podía interpretar el comportamiento y la morfología de los curiosos especímenes que conformaban el ecosistema playero.
Para empezar, en El Paseo se cruzaban, sin verse apenas, los ávidos transeúntes que, provistos de playeros, leggins, bicicletas, patinetes, auriculares, gafas de sol, podómetros, pulsímetros, andadores, cachabas, bastones o sillas de ruedas, iban y venían sin cesar desde el Piles a San Pedro para luchar contra el colesterol, encontrarse a sí mismos o gastar el tiempo que les sobraba de vida. Tras haberse extendido por El Cascayu en los últimos tiempos, los depredadores del motor los habían vuelto a recluir en su hábitat lineal primitivo.
Entre los taxones que se desenvolvían en el exterior de la concha estaban también los inquilinos de los altos farallones y riscos de cemento que se extendían al oriente de La Escalerona y cuya principal ocupación consistía en otear el horizonte de la bahía, moviendo el pescuezo a derecha e izquierda y esperando una situación propicia para bajar a remojarse antes del vermú o de la hora de la siesta. Precisamente abajo, apostados sobre la barandilla del muro, se situaban los carroñeros, fisgones y viejos verdes dispuestos a devorar los cuerpos tendidos al sol y alimentar su reprimida líbido.
Ya en el arenal propiamente dicho, se podían diferenciar otras múltiples especies, según su carácter más o menos heliófilo e hidrófilo, además de otras combinaciones de factores, tanto naturales como socio-culturales. En este capítulo podría destacarse la presencia de una categoría parecida a la de los gasterópodos, que evitaba la exposición directa al sol, pegándose al muro fresco y umbrío, cobijándose bajo las sombrillas o en el interior de las pintorescas casetas de tela tan características del sablón, desde donde sacaban los cuernos de vez en cuando para correr hacia las olas y volver a recluirse en el cascarón de rayas de colores que protegía su delicada epidermis.
Consideración aparte merecen los playos, los más habituados a la combinación entre la arena y el mar: anfibios que no faltaban cada día a su cita con el salitre, saltando como correlimos en la zona intermareal, bañándose en cualquier época y con cualquier meteorología y expuestos siempre a lo que trajesen las borrascas o los arribazones.
En la teoría de la evolución también juegan un papel importante los endemismos: organismos especializados y dependientes de condiciones extremas que ya no pueden supervivir fuera de un hábitat geográficamente muy restringido. Ese nicho en San Lorenzo lo ocupaba un grupo que, evolucionando a partir de los playos, se había adaptado exclusivamente al ambiente del Tostaderu, en la parte oriental de la playa que, protegida del viento del noreste, proporcionaba un soleamiento y temperatura extraordinarios, lo que solo estaba garantizado más allá de la escalera 16.
Los del tostadero prescindían de cualquier protección y habían transformado su anatomía, oscureciendo y endureciendo las pieles, convertidas en cueros arrugados y expuestos permanentemente al sol. Estaban orgullosos de poblar aquel reducto y no renunciarían ni por las advertencias que les llegaban sobre las enfermedades de la piel ni de la salubridad en las aguas de la desembocadura del Piles. Allí aguantarían como las lapas y los bígaros agarrados a los roquedos que afloraban en su rincón preferido.
Como el santo mártir que daba nombre a la playa, continuarían dedicándose a dar la vuelta cuando estaban tostados por un lado y seguir rostizando permanentemente sus cuerpos serranos.
DdA, XX/5606
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