domingo, 24 de marzo de 2024

SI SE ESCRIBE, SE HA DE HACER SIN ESPERAR NADA A CAMBIO

 


Tiene este Lazarillo la sensación de que los escritores y poetas que tuvieron cierta nombradía en nuestro pasado más o menos próximo, han dejado de tenerla en cuanto se murieron. Pongamos por caso el poeta Aleixandre -cuya casa debería preservarse del derribo-, o los escritores Cela, Umbral o Delibes, dicho sea por aquellos que personalmente  quizá merecieran más memoria (dos de ellos Premio Nobel). Por eso convendría llevar eso de las letras con mayor modestia de la que no encontramos en algunas plumas afamadas y pontificales de nuestros días, salvo honrosa excepciones.

Antonio Tocornal

Con ocasión de la entrega de un modesto premio literario, una periodista me entrevistó para una televisión local; para uno de esos reportajes breves que emiten al final de los informativos cuando la escasez de noticias reales deja espacio para noticias culturales. Una de las preguntas que me hizo fue: «Y usted, ¿a qué se dedica?». Le contesté con la verdad y de forma muy precisa y escueta: «soy escritor». Era una obviedad, claro: me estaba entrevistando con motivo de un premio literario, pero la periodista quedó desconcertada, muda durante unos segundos, como si mi respuesta hubiese sido lo último que esperaba oír; como si fuese evidente que escribir no fuese tanto una profesión como una afición y, por supuesto, no venal. Más tarde pensé que, para devolverle la jugada, pude haber contestado, obviando el micrófono en su mano y la cámara tras ella: «soy escritor, ¿y usted?». Me alegré de no haberlo hecho; al fin y al cabo, la periodista solo reflejaba un pensamiento generalizado: que no se gana dinero escribiendo; que si alguien escribe, lo ha de hacer por fuerza sin esperar nada a cambio.

Los editores, los distribuidores, los agentes literarios, los correctores, los diseñadores de portadas, los maquetadores, los impresores, los libreros, los críticos literarios, los gestores culturales públicos y privados, los profesores y los catedráticos de literatura, todos ellos saben muy bien que la vanidad es la debilidad del escritor y le sacan partido aun sabiendo que sus respectivas profesiones no tendrían razón de ser sin ellos. Todos son profesionales en sus campos, y por lo tanto se ganan la vida con su actividad; algunos aun de forma digna y convencidos de que están aportando algo necesario o importante para alguien; que son células madre de ese monstruo llamado Cultura. Cuando acaban su día de trabajo, llegan a sus casas satisfechos con el jornal que se han ganado y se olvidan —o se podrían olvidar— de todo lo demás. ç

El único que no es profesional —y que por lo tanto queda relegado a ser un eterno aficionado—, el único que no gana o apenas gana dinero en esa enorme máquina productora de libros suele ser el propio autor. Lo es al menos en el nivel en el que yo me muevo y en el que se mueve el noventa por ciento de los escritores que conozco. Todos nosotros hacemos otros trabajos con los que pagamos nuestras facturas. Esa aberración es posible porque todos los demás, el resto de piezas de la gran máquina, miran para otro lado. No hablaría de conjura porque no creo que se haya planteado el tema en voz alta, igual que los estorninos de una parvada tampoco se ponen de acuerdo para hacer un quiebro al unísono mientras vuelan; lo hacen y punto. No les hace falta a esos actores ponerse de acuerdo, pero lo cierto es que miran para otro lado porque saben que el escritor se alimenta de vanidad. Que siempre se va a conformar con el breve aplauso tras una presentación, con una reseña aunque sea tibia o poco comprometida, con la pose para una foto rápida junto a la lectora entusiasta que le ha pedido una dedicatoria, con una mención en un periódico de provincias, con una palmadita en la espalda, y que por lo tanto no necesita ensuciarse con dinero para seguir produciendo libros. Aunque estando de gira de presentaciones le toque luego volverse a dormir solo en la habitación de un hotel de medio pelo.

Soy consciente de que el último libro que he publicado, sea cuál sea, no le importa a nadie; al menos no por mucho tiempo. Da igual si me felicitan el día de la presentación; si mi editor me dice —cosa que no ha hecho ni sospecho que haga— que soy el escritor español más importante de mi generación; si la foto de la cubierta genera cientos de likes cuando la cuelgo por vez primera en redes sociales; si mi cara sale en algún periódico junto a una entrevista que solo será leída por otros escritores para ver por dónde me pueden atacar, o junto a una reseña que solo será leída por mi familia con orgullo o por los mismos colegas escritores con la esperanza de que el crítico firmante destroce mi reputación y mi porvenir.

Todo eso da igual.

Es todo un espejismo. Cada uno de los ejemplares de mi libro acabará tarde o temprano en un mercadillo de remates de caridad o en un contenedor, y dentro de unos años nadie, NADIE, recordará su paso por el mundo.

Y sin embargo aquí estoy, escribiendo esto; y tú leyéndolo.

DdA, XX/5593

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