Valentín Martín
La pasada gala de los Goya me pegó un tiro. Fue a la hora de los adioses a quienes se han ido. A mí todas las muertes me parecen inoportunas. Pero alguna te deja malherido y para el arrastre. Como cuando anunciaron la muerte de Tony.
Tony era aquel hijo de Tony Leblanc que no había cumplido 20 años cuando iba con nosotros a todo, o se pegaba a los dos en las conversaciones de su padre conmigo en su casa. Para escuchar. Porque aquel joven hermoso y simpático se pasaba la vida escuchando y adorando a su padre Ignacio, que así se llamaba en realidad el padre, el único español nacido en el Museo del Prado.
Tony sí se llamaba Antonio, como el primer novio de la casada infiel de los cuatro muleros.
Una joven amiga me confesó no hace mucho que ella tiene un pasado turbio. A estas alturas de la vida todas las perversidades me parecen pocas. Pero resultó que no. El candor de la muchacha le llevó a convertir un pecado venial de novia enamorada en la turbación de la palabra.
El primer pasado de Tony hijo está ligado a la montaña rusa y feliz de su casa en la zona noble de Madrid. Y al despertar a la vida junto a una vecinita de su edad. Una vecinita que, pasados los años, llegó a una de las cimas políticas de este país. Cuando ella me lo contó me pareció natural. Dos sanidades adolescentes, dos bellezas minerales, dos noblezas claras, a las que solamente separaba una pared, tenían un suceso a su nombre.
Cuando aparecieron las voracidades de vivir todas las vidas, se separaron pero no se olvidaron. Y una mañana madrileña, cargada de tiempo, yo me encontré con él. No quedaba rastro del muchacho, era un señor que posiblemente había dejado de soñar los mismos sueños de su padre.
Interrumpí el ritmo laboral de ella y le espeté: le he visto, me he encontrado con él. Vi la luz en los ojos de ella y no me atreví a cancelar aquella vigilia fugaz que volvía. Reculé y me desdije: no, creí verlo, pero no era él.
Años después sonó en Valladolid su nombre, cuando el recinto se calló para recordar adioses. Y tampoco esta vez me atreví a dejar el refugio de la piedad. Me quedé el pequeño cuchillo, un cuchillito que apenas cabe en la mano, y hablé para mí solo.
Cristina, se nos ha muerto Tony.
DdA, XX/5583
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