Félix Población
No recuerdo exactamente el año en que entrevisté al poeta Luis Rosales (El poeta de la nieve encendida, RNE), puede que fuera entre 1976 y 1977 porque por esos años alternaba mi trabajo en el periódico Arriba en la sección de Nacional con algunas colaboraciones en la de Cultura, a la que finalmente terminaría perteneciendo por atracción natural. Prefería tratar más a los protagonistas de los libros, la música, el cine y las artes que a los políticos que ensayaban con sus conferencias en el Club Siglo XXI el nuevo curso de la Transición, aunque esto último me deparase jugosas anécdotas. A Rosales lo entrevisté en la sede del Instituto de Cultura Hispánica, en donde dirigía la revista Cuadernos Hispanoamericanos, y me pareció una persona de trato y personalidad muy gratos, con la que conversé mucho más tiempo del previsto, algo que solía ocurrirme casi siempre con poetas y escritores a los que había leído con gusto: desde Ramón J. Sender a Dámaso Alonso, pasando Carlos Bousoño o Francisco Nieva. ¡Qué tiempos aquellos de joven reportero, de los que también se acuerda, quizá con mejor memoria, mi querida amiga Carmen Ordóñez! Es una pena que la Hemeroteca Nacional no tenga disponible digitalmente aquel periodo de la Transición del viejo diario falangista, que no pasó de 1979 por el cierre del periódico, y que acaso convendría revisar e interpretar por ser tan poco parecido al de sus comienzos y a quienes lo promovieron, con unos jóvenes redactores que para nada comulgaban con los principios del viejo Movimiento, según se podría apreciar si se recuperasen sus páginas. Pero volviendo a Rosales, como cabe suponer, no faltó entre mis preguntas la relativa al asesinato de Federico García Lorca, algo a lo que don Luis optó por responder rozando la evasiva, ni tampoco la que solía hacer a todos los poetas cuando trataba de saber qué poema de los suyos aprendería de memoria. No recuerdo su contestación, pero bien podría ser el que sigue:
Y ESCRIBIR TU SILENCIO SOBRE EL AGUA
No sé si es sombra en el cristal, si es sólo
calor que empaña un brillo; nadie sabe
si es de vuelo este pájaro o de llanto;
nadie le oprime con su mano, nunca
le he sentido latir, y está cayendo
como sombra de lluvia, dentro y dulce,
del bosque de la sangre, hasta dejarla
casi acuñada y vegetal, tranquila.
No sé, siempre es así, tu voz me llega
como el aire de Marzo en un espejo,
como el paso que mueve una cortina
detrás de la mirada; ya me siento
oscuro y casi andado; no sé cómo
voy a llegar, buscándote, hasta el centro
de nuestro corazón, y allí decirte,
madre, que yo he de hacer en tanto viva,
que no te quedes huérfana de hijo,
que no te quedes sola allá en tu cielo,
que no te falte yo como me faltas.
DdA, XX/5572
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