Félix Población
Podría extrañar que esta fotografía, perteneciente al fondo de Constantino Suárez que se conserva en el Muséu del Pueblu d'Asturies, date del 20 de septiembre de 1936, un día aún estival del que los historiadores llaman verano sangriento, primero de la Guerra de España, en el que, desde el sur, se desató una violenta represión contra la España republicana a medida que avanzaban las tropas sublevadas desde dos meses antes.
A pesar de la brutalidad con la que se inició el conflicto, la imagen captada por el gran fotógrafo gijonés no puede dar una sensación más relajada por parte de la gente que pasea por el Muro de San Lorenzo. Lo hace de modo distendido y sosegado, disfrutando de una mañana soleada, como si hubiese pasado ya mucho más tiempo desde que, en el mismo mes de julio y también durante el de agosto, aquella villa cantábrica fuera bombardeada por mar y aire, con más de medio centenar de víctimas mortales a mediados del segundo mes.
En primer plano, a la derecha, avanza una mujer de cierta edad, vestida de negro, sosteniendo un gran saco blanco sobre la cabeza, tal como lo hacían nuestras abuelas. Detrás, con las manos a la espalda, pasea un hombre con boina, de rostro serio y concentrado, que viste camisa blanca, sin corbata. Más atrás vemos avanzar, por el centro del paseo, a una pareja joven. Él lleva un traje claro de verano y la mano izquierda en el bolsillo del pantalón. El vestido de la mujer, alta y de agraciada figura, es blanco y lo luce con andar resuelto. Que se lleve la mano izquierda al mentón bien podría indicar que se ha sorprendido ante el objetivo del fotógrafo.
Apoyado de espalda al oscuro barandal, a la izquierda de la fotografía, vemos a un hombre con camisa blanca que parece encender un pitillo, mientras un grupo de varios dialoga más allá, con el más joven vistiendo camiseta blanca y las manos en el bolsillo, apercibido también de la presencia de Celestino Suárez. El poco espacio de arena que se observa bajo la baranda, hace pensar que esa calurosa mañana de septiembre no estaba muy frecuentada la playa.
Quizá sea esta una de la últimas instantáneas en la que se ve, según reza el pie de la misma, la manzana de las llamadas Casas de Beronda, en las que tenía su sede una institución de mucho prestigio en Gijón: el Ateneo Obrero. Algunos de los libros de préstamo que leí en mi adolescencia, pertenecientes entonces a la biblioteca del Ateneo Jovellanos, llevaban el sello de aquel centro cultural que, precisamente en 1936, fue desalojado por disposición del Ayuntamiento que regía el anarquista Avelino González Malla para acometer la reforma urbanística que consistía en derribar esos edificios. Hubo, por esa razón, un enfrentamiento entre la directiva del ateneo y la corporación municipal.
Luis Miguel Piñera, siempre tan atento como cronista de la villa asturiana con quienes se interesan por su historia, ha tenido la amabilidad de mandarme el artículo que escribió hace unos años sobre la propietaria de los citados inmuebles, a los que dio nombre. En el texto hace referencia al permiso de construcción de los pisos que llevarían el apellido del primer y segundo marido de doña Vicenta Peláez, viuda sucesivamente de los hermanos Beronda Espina:
"Estamos -leo- ante el expediente número 2 del año 1896 depositado en el Archivo Municipal de Gijón. Se trata de la licencia para construir las casas de Vicenta Peláez, viuda de José Beronda y Espina [las que aparecen en el centro de la fotografía con bajo, dos pisos y buhardilla], con Mariano Marín Magallón como arquitecto. Vemos los planos del edificio donde un cuarto de siglo más tarde se instaló el Ateneo Obrero de Gijón que compró el edificio y reformó el interior poniendo en el semisótano un gimnasio, en el bajo el salón de actos y dejó dos plantas para salones y biblioteca".
Me corrige Piñera por escribir con uve el apellido Beronda (algo frecuente en las informaciones publicadas en Google), que doña Vicenta llevó como viuda primero de Juan Beronda Espina, con quien se casó cuando era una joven criada en su casa de la calle Orfila de Madrid, al fallecer este en 1863. Con veintiún años, la primera viuda de Beronda matrimonia con el hermano del fallecido, oriundos ambos del concejo natal de su esposa, que también muere en 1976. Los dos habían cosechado una gran fortuna en los ingenios de azúcar en Cuba, por lo que pudieron comprar un cierto número de propiedades tanto en Asturias como en Madrid cuando regresaron a España, antes de las revueltas que llevarían a la guerra y después a la independencia de la isla. Tras su segunda viudedad, don Vicente se casó con el diplomático Eugenio Gómez Molinero, con quien tampoco tiene una larga vida en común al fallecer en 1891.
Todos los veranos doña Vicenta pasaba una larga temporada en su casa piloñesa de Beloncio, adonde acudía con su pintor de cámara, porque al parecer esta señora, con ideas progresistas y una activa vida cultural en la villa y corte, tenía gustos artísticos y arraigada querencia por su tierra, en donde la prensa la recibía siempre con encomiásticos titulares, tal como se puede leer en El Labrador de Piloña. El pueblo se engalanaba a su llegada a Infiesto, la capital del concejo, con arcos de follaje arrebujados de flores y surcaban el aire palenques de grueso calibre para acoger a la que este periódico local llama a toda página Madre de los pobres, dada la atención que dispensaba a las familias más necesitadas. Vicenta Peláez llegó a organizar un taller de costura para chicas y facilitó trabajo en Madrid a aquellos jóvenes de su pueblo que más despuntaban.
Como mujer adelantada a su tiempo, la doble viuda de los hermanos Beronda tenía afición por los coches, llegando a ser la primera mujer que condujo un automóvil en aquel concejo, cuando era contado el número de vehículos en la región. A ello hay que añadir una agitada vida sentimental que las autoridades eclesiásticas pasaban por alto por la generosidad con la que doña Vicenta atendía los servicios de culto y clero. A uno de sus amantes, de nombre Eduardo Calleja, de profesión torero, le llegó a organizar una corrida en el transcurso de uno de sus estancias veraniegas, de la que se conservan imágenes, según pudimos ver en el documental Historias de la Beronda, estrenado hace años. Cada 13 de junio, fiesta de San Antonio, patrocinaba además doña Vicenta Peláez las fiestas de su aldea natal y repartía dulces y donativos entre los niños pobres. También el 19 de julio costeaba una fiesta popular con la que celebraba su santo.
La inmensa fortuna de la doble viuda de los Berondo, una mujer que llegó a relacionarse con el rey Alfonso XIII, sería dilapidada por los cuatro hijos de sus tres matrimonios, hasta el punto de que se quedó sin más propiedades en Madrid que la de la calle Velázquez, en cuyo número 24 falleció el 24 de marzo de 1919. Enterrada junto a los restos mortales de dos de sus maridos y alguno de sus hijos, se dice que dio orden de que se la inhumara con sus joyas, sin que se sepa si esa pudo ser la razón por la que su sepulcro fue vandalizado tiempo después.
Del imperio de los Beronda, conseguido por los dos hermanos piloñeses en la isla de Cuba en no mucho tiempo, no quedó más que el nombre de esas viviendas en El Muro de Gijón que vemos en el centro de la imagen, hasta que la reordenación urbana de la zona durante la guerra acabó también con ese rastro último de su memoria. Desde sus balcones pudo observarse en primera línea de playa, al término de la presencia del edificio en el callejero de aquella villa cantábrica, el cañoneo constante del crucero Almirante Cervera que apoyó la sublevación golpista de 1936.
DdA, XX/5584
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