domingo, 4 de febrero de 2024

SOBRE ISAAC BASHEVIS SINGER Y EL YIDDISH

Carlos Taibo*

Recuerdo que cuando era joven engullí algunas de las novelas y de los cuentos de Isaac Bashevis Singer, premio Nobel de literatura en 1978. He podido comprobar, sin embargo, que las obras de Singer no han dejado ninguna huella en mi biblioteca. Igual leí ejemplares que me prestaron, o igual los presté yo a otras personas que no tuvieron la gentileza de devolverlos.
Por razones que no vienen al caso, he sentido una repentina curiosidad por el personaje. Mal que bien la ha colmado la biografía de Singer que, en francés, le dedicó en su momento Florence Noiville. No tenía claro yo, en particular, cómo un judío nacido cerca de Varsovia en 1904 había sorteado el Holocausto. He podido comprobar, así las cosas, que Singer vivió en Polonia, en buena medida en la mentada Varsovia, hasta 1935. En ese año emigró a Estados Unidos, en donde residió durante casi seis décadas, para morir en 1991. Aunque Noiville no lo afirma expresamente, deduzco que en esa larga etapa Singer no volvió a pisar su tierra natal.
Personaje controvertido, de conducta familiar no muy afortunada, descreído de religiones e ideologías, y muy alejado del canon de la literatura en la lengua en que escribía, el yiddish, creo yo que hay dos tramas que merecen atención en la vida y en la obra de Singer. La primera subraya que su producción bebe, obsesivamente y sin apenas excepciones, de los años polacos del autor. Noiville asevera que pareciera como si todos los personajes de las novelas y de los cuentos, y a fe que son muchos, residieran en el primer tercio del siglo XX en una calle de Varsovia, la de Krochmalna, en la que, luego de la segunda guerra mundial, no quedó –tuve la oportunidad de certificarlo tiempo atrás- pìedra sobre piedra. Para un escritor empeñado en un formidable ejercicio de memoria como ese debió ser singularmente duro el Alzheimer que lo acosó en los últimos años de su vida.
La segunda trama bebe del hecho de que Singer nunca abandonó su lengua materna, el yiddish recién mencionado, esa mezcla de alemán, hebreo y elementos eslavos que hablaron durante siglos los judíos de la Europa central y oriental, y que han seguido hablando varios centenares de miles de personas en Estados Unidos. Aunque la tentación de adoptar el inglés en la larga etapa norteamericana a buen seguro que fue mucha, Singer no sucumbió a ella. Cierto es que en algún momento experimentó con la tarea de escribir una misma novela, o algo parecido, en dos lenguas –el yiddish y el inglés- que parecía manejar con singular soltura. Esta circunstancia invita a concluir que tal vez el caso de Singer no es, pese a las apariencias, tan diferente de los protagonizados por Conrad, Nabokov o Kundera. Siempre me ha fascinado que alguien que creció en una lengua, y que se hizo fuerte en ella durante décadas, consiguiese alcanzar niveles de excelencia en otra.
Aclaradas algunas de mis dudas, no me queda sino subrayar que estoy llenando a marchas forzadas el hueco que en mi biblioteca correspondía a los libros de Isaac Bashevis Singer. Ahí me esperan el mago de Lublin, la familia Moskat, Shosha y el Spinoza de la calle Market.

*El lector desmemoriado

DdA, XX/5.558

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