Alejandro Álvarez López
En ocasiones, la realidad global, amplia y poliédrica, se mueve plácidamente en su superficie, no dejando ver con claridad las corrientes de fondo dominantes, las que modelan la Historia. En tales circunstancias esta se muestra difuminada, y algunas de sus caras secundarias deslumbran al observador poco atento, imponiendo su brillo engañoso. Pero a veces, como ahora, las corrientes dominantes generan tal estruendo y pestilencia que solo poniendo sordina a los sentidos podemos dejar de percibirla, de palparla, de olerla. Lo que domina todos los espacios en este momento atruena y atufa de tal forma que es difícil escapar a su pavoroso estruendo y a su fétido hedor.
La guerra está más presente que nunca dese la II Guerra Mundial y se ha convertido en el recurso, casi único, de la política imperial de USA, que la alimenta con tesón para intentar detener su declive y mantener su dominio en el mundo. Es posible que sea un intento vano pero antes de perderlo causará mucho daño. Hace ya casi dos años comenzó en Ucrania una guerra vicaria, en la que los muertos los pone el pueblo ucraniano, una guerra buscada con afán por EE.UU. desde el golpe de Maidán como parte de su estrategia geopolítica para rodear al coloso ruso y meterlo en una guerra que lo debilitase y lo enfrentase con Europa, llevándola a esta a romper los lazos económicos y políticos con Rusia. El incremento del comercio de armas, el aumento de los presupuestos militares y la venta de gas yanqui, que tanto benefician a los norteamericanos, bien merecen unos cuantos miles de muertos lejos de sus fronteras. Y de paso los medios, fieles servidores, van inoculando en la mente de los ciudadanos la idea de que la guerra global es necesaria para frenar al nuevo Satán, el objetivo de los norteamericanos, su principal competidor: China. La naturalización de la guerra como instrumento de los afanes expansionistas llega al culmen de la barbarie en Gaza, donde Israel, deshumanizando a los palestinos como los nazis hicieron con los judíos, está cometiendo con ellos un brutal genocidio con el silencio cómplice o el apoyo decidido de los gobiernos europeos y de USA, en una banalización del mal que recuerda de nuevo el comportamiento nazi y su solución final. No goza del mismo apoyo entre las poblaciones de esos países, esa es esperanzador, pero la protesta ciudadana aún no tiene fuerza suficiente para frenar esta masacre. Nada bueno se espera de USA en este asunto, por la consideración de Israel como su sucursal militar, pero resulta terrible la quiebra moral y el abandono de la defensa de la justicia y los derechos humanos por parte de la vieja Europa, convertida en monaguillo de la política global de EE.UU, que nos arrastra hacia esa apestosa “realpolitik” en la que la guerra es “lo necesario” y se naturaliza el exterminio del pueblo palestino, abandonado a su suerte, enterrando cualquier consideración humana para dar rienda suelta a la codicia.
En esta apestosa realidad dominante, la extrema derecha neoliberal se expande por el mundo, apoyada por grandes poderes económicos y mediáticos para servir a sus intereses y devolver todo el poder al mercado, el gran objetivo de la guerra cultural con la que estas extremas derechas avanzan en su asalto al poder: la mitad (o más) de la población estadounidense está apostando por la vuelta de Trump a la presidencia; en Argentina, la versión gore de la extrema derecha llevó a Milei a la Casa Rosada con la promesa de ser dictador y poner en marcha un plan canalla antisocial; en Perú, se consagra una dictadura con el apoyo, explícito o silente, de EEUU o Europa; en Italia gobiernan los herederos del viejo fascismo gracias a los nostálgicos, los perdedores de la crisis capitalista o los descontentos y frustrados diversos, faltos todos ellos de una alternativa izquierda; Hungría, marca los pasos de la extrema derecha y amordaza las libertades; en los países nórdicos, antaño modelos de democracia y progreso social, la extrema derecha cogobierna y es parte natural del sistema; en Holanda gana las elecciones el ultraderechista Geert Wilders (la buena noticia es que igual no gobierna); en Francia Macrón imita a Marine Le Pen en su política de inmigración, naturalizando el racismo y abriendo más aún el espacio de la ultraderecha (los 201 intelectuales y políticos de tendencias varias que piden la retirada de esa ley insuflan esperanza ante la barbarie), y las elecciones europeas de junio pueden traer una mayoría de populares y extremas derechas, un tándem que impondrá aún más sus guerras, las de las bombas y las culturales, para devolvernos a la Edad Media. En España la derecha asilvestrada del PPVOX, vencida en las urnas por fortuna pero en precario, llena el aire de gritos y amenazas e insultos que atufan y agrian el ambiente. Y cifra toda su estrategia política en la violencia, la algarada y la guerra contra la “dictadura progre”, esa deformación con la que ocultan su deseo de acabar con los derechos sociales (sanidad, educación, pensiones,…), los de las mujeres, los de los colectivos LGTBI, los de los inmigrantes, los de los obreros. Porque la manipulación y la mentira es el recurso habitual la derecha para esconder su objetivo fundacional: la defensa de los intereses de los poderosos, extendiendo el odio hacia los más débiles. Y la huida de esa pestilencia tiene un efecto pernicioso y nos convierte en conformistas que solo piensan en huir del mal olor y dejamos fuera de nuestros deseos la lucha por la transformación radical, mientras los ricos, lejos de la pestilencia, sonríen, satisfechos de su victoria. Y la fetidez, el humo y la estridencia hacen que la izquierda rebaje sus objetivos y pierda el sentido de la orientación y de las prioridades.
Y entre tanto, el calentamiento global ya ha encendido la luz roja pero el COP28, a pesar de la necesidad imperiosa, se arruga ante los intereses de esa minoría llena de codicia y no plantea un cambio radical de paradigma en el modelo productivo y seguimos caminando hacia el abismo porque pararse es atentar contra los intereses de los más ricos del planeta, dispuestos a acabar con él para mantener su riqueza.
Sí, en esa realidad global también hay motivos para la esperanza, pero hoy lo que se impone como dominante es tan brutal y deshumanizada que, al contemplarla, se me imponen en la memoria aquellos tristes versos de Quevedo: “Y no hay cosa en que poner los ojos /que no fuese el recuerdo de la muerte”, vocablo este último que podríamos sustituir por el de barbarie.
DdA, XX/5.536
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