martes, 30 de enero de 2024

EL "AL FINAL SON TODOS LOS MISMO" LLEVA A MILEI, BOLSONARO, TRUMP...HITLER


David Pablo Montesinos

Reconozcámoslo: la gente, así generalizando mucho, es bastante imbécil. Basta pegarse una vueltita por twitter o asistir a una reunión de mi junta de vecinos para entenderlo.

Resulta que los argentinos han hecho presidente a un caballero muy campanudo llamado Javier Milei. Los actuales ultraderechistas del planeta, más allá de una misteriosa afición a los peinados ridículos y a invadir parlamentos cuando pierden las elecciones, no aportan gran novedad a la tradición reaccionaria. Desde un ideario vacío y oportunista, aplican las recetas sobradamente conocidas: ricos más ricos y pobres más pobres, desmantelamiento de las instituciones de protección social, sumisión en los cenáculos internacionales de la especulación financiera... La conclusión es que cuando se van ellos están forrados -si no acaban en la cárcel- y el país está todavía más arruinado que cuando entraron.
Quiere uno pensar que deben ser tipos muy listos, pues listo parece que hay que ser para engañar a millones con productos tan manoseados y tan cutres. El discurso de Milei en el Foro de los oligarcas de Davos me convenció esta semana de lo contrario. “Milmillonarios del mundo”, vino a decir, “os admiro tanto que voy a cargarme el Estado Argentino para abriros el país en canal y podáis así haceros con todas sus riquezas”.
Esto ya pasó en el vecino Chile con Augusto Pinochet, gran dictador y mejor persona, que además de torturar y asesinar a sus oponentes, convocó a los Chicago Boys del gran hermano neoliberal, Milton Friedman, para aplicar la doctrina del shock con todo su voltaje. Grosso modo: nos cargamos los sindicatos, devastamos los servicios públicos, saqueamos la riqueza común, convertimos el Estado en una trama básicamente militarizada y represiva y... voi là, las grandes corporaciones y el Gobierno USA nos declara país amigo contra los comunistas, los estados gamberros y los ejes del mal. Aderezas el guiso con unas cuantas alusiones a la maldad de los parásitos que viven del Estado, incluyendo en el saco a todo el que no piense como tú y… enhorabuena a los premiados.
Se advierte a estas horas una indignación creciente, con huelga general incluida. No caeré en la maldad de aseverar que quienes ahora se manifiestan por las calles de Buenos Aires son los que votaron al nuevo amo. Lo que sí me pregunto es en qué pensaban los argentinos cuando eligieron mayoritariamente a este zote, capaz de hacer el ridículo en Davos hasta el punto de hacer pensar a los asistentes que a fuerza de querer lamerles el culo estaba desenmascarándoles. “A ver, Milei”, calculo que le dirían, “ya sabemos que no vamos a hacer nada contra el cambio climático y que los pobres del mundo nos importan una mierda… Pero, tío, córtate en público de decirlo tan claro que se van a dar cuenta del hatajo de cabrones que somos”.
No soy Vargas Llosa, no creo que los ciudadanos “voten mal”, como alegó enfurecido con tan inmensa desfachatez tras las últimas elecciones en su Perú natal. No al menos en el sentido en que él lo dijo: la gente no se equivoca, lo cual no significa que siempre acierte. La gente responde, a menudo de forma inesperada, a la sospecha de que el principio de la representación en el cual se basa el modelo democrático se ha desactivado en nuestro tiempo. En otras palabras, la gente vota a Trump, Bolsonaro, Milei y espantajos similares porque ha dejado de creer en el Sistema. Creo que en Argentina, y en otros muchos sitios, lo que hacen las multitudes es reaccionar al miedo a la exclusión, al temor a estar quedando fuera del tablero de juego y haber sido abandonados por los dueños del mundo. Será un error votar a un gilipollas con ínfulas de macho alfa gamberrete, pero no se soluciona echándole ni votando a sus oponentes.
“Al final son todos lo mismo”, dice la llamada mayoría silenciosa. ¿Estamos seguros de que no tiene parte de razón?
No sé si a ustedes les ocurre, pero en los últimos tiempos –yo que siempre he querido ser un bandido irredimible- me asalta la sensación de que en la izquierda están la sensatez, el orden, la ilustración y, en definitiva, la razón, y en la derecha están la disrupción, el hooliganismo y el culto al caos. Es todo lo contrario de lo que sucedía en mi niñez, cuando los reaccionarios se declaraban como “gente de orden” y a los rojos se les achacaba confundir la libertad con el libertinaje. Se diría que la izquierda ha descubierto que su viejo mantra, transformar la comunidad para hacerla más emancipada y menos desigual, ha dejado de ser una proclama para insurrectos destinados a echarse al monte y se ha revelado como la única salida lógica para un sistema que parece haber enloquecido. Y es, por otro lado, como si la derecha o, para ser más exacto, los grandes privilegiados, hubieran asumido que cuanta más violencia, más desorden y más odio, más fácil resulta tener a la gente desenfocada e ignorante respecto de las verdaderas causas de sus males.
Desde cierto marxismo –por ejemplo Negri- se tiene muy claro que las multitudes desencadenan ahora mismo a lo largo y ancho del mundo un potencial revolucionario inmenso. Este planteamiento tiene mucho de verdad, pero se excede en su optimismo respecto a nuestra especie. Mucho me temo que las masas son tan capaces de construir instituciones de libertad como de desencadenar las formas más crueles y sangrientas de barbarie. Abran cualquier libro de Historia y lo comprobarán.
Recen, recen mucho.

DdA, XX/5.554

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