martes, 16 de enero de 2024

CARTA ABIERTA A UNA JOVEN PERIODISTA QUE SE SIENTE ESTAFADA


Miguel Ángel Ortega Lucas

Cuando servidor estaba en la facultad de periodismo (Universidad Complutense de Madrid, principios del s. XXI) tuvo siempre las mismas ansiedades y obsesiones. Una de ellas la literatura; que era, entre otras cosas, lo que me daba la vida. Otra, enamorarme –que era lo que solía quitármela–. Otra, prolongada mucho más allá de esos años, era Qué Iba a Ser de Mí. La ansiedad insomne en el estómago por no estar haciendo lo-que-se-suponía que tenía que hacer. Sentía que el futuro era un tren pasando ante mis narices sin opción a subirme en marcha: rondaba los 20 años y aún no había hecho prácticas en ningún sitio. Eso acabó a los 21, cuando tuve el primer curro (en La Verdad de Murcia; maravilla de verano en una redacción que aún se parecía a las de antes). Fui entonces enlazando “becas” en periódicos hasta las últimas, por las que viví varios años en Bruselas. Hasta los 26. Por aquel entonces me dieron un premio de poesía que supuso mi primera publicación, al año siguiente. Concluí en la nota biográfica de la solapa del libro: “(…) fulgurante carrera de periodista-becario perpetuo. Escribe desde que era un crío”.

He recordado todo esto al leer una carta, aparecida en El País el pasado 9 de enero, que ha tenido cierta repercusión digital. La firma Ainhoa Pérez Campo desde Vigo, y dice:  

Tengo 26 años, soy periodista y este 2024 volveré a ser becaria. Vivo en casa de mis padres y no tengo ahorros. Además, soy consciente de que nunca seré madre, ya voy tarde. Tarde para conseguir el trabajo de mis sueños. Tarde para comprarme un piso o una casa. Tarde para cuidar un bebé. Me miro en el espejo, me quedo observando a mis amigos y amigas y solo veo un grupo infantilizado por la vida que nos está tocando vivir. Somos demasiado jóvenes y nos creemos que ya vamos tarde, lo que no sabemos es que nunca llegaremos.

Pensaba escribir sobre algo muy parecido hoy, así que no he podido evitar sentarme aquí, Ainhoa –disculpa la confianza, pues no nos conocemos–, para decirte, por si te sirve de algo, que la humanidad, esta humanidad todavía adolescente en que consistimos tú y yo, siempre cree “llegar tarde” a todas partes. Lo llevamos inoculado, desde hace miles de años, a través del mayor virus conocido; el más tóxico, el más letal, y el que con mayor furor se contagia: el miedo.

Miedo a “no llegar”, en este caso. Miedo a “no conseguir”. Miedo a “no estar a la altura” de lo que la sociedad y la familia –y uno mismo al final– esperan. Ignoro el momento concreto de esa caída, pero, al menos desde que vivíamos en cuevas y hacíamos fuego para ahuyentar a las bestias en la noche, uno de los terrores mayores que nos parasitan es el de ser rechazados por el clan: ser expulsado de la tribu, verse en soledad y a la intemperie, equivalía a morir, pues nadie sobrevivía solo. Eso subsiste hoy en formas muy sutiles (la ansiedad y la depresión suelen ser expresión de ello): sentimos que nos morimos ante el rechazo de nuestros semejantes, al no encajar con el resto de la tribu, o rebaño. Es una amenaza de muerte psicológica azuzada por las bestias de la vergüenza, de la estima herida, del desamparo al no sentirnos reconocidos, vistos, incluidos; el miedo a “no valer”. A no estar haciendo algo “útil”, a no tener dinero, a no conseguir lo que soñábamos. Hasta el punto de creer que no mereces  –Ay– ni el plato que tus padres pueden darte, aun con todo el amor del mundo, porque ese mundo de ahí fuera es una jungla muy cabrona y hay que ser Adultos y la vida hay que Ganársela hoy, ahora, Ya. 

“Ganarse la vida” (en inglés, earn a living) es como llama nuestro clan occidental al diezmo que debemos al Sistema, ese dios-brujo incuestionable, a cambio de merecer el aire que respiramos. No hablo de la necesidad natural y legítima de trabajar para cumplirnos, para cubrir nuestras necesidades y para aportar lo valioso que tengamos a los demás; hablo de cómo el lenguaje, que jamás es trivial, codifica la mezquindad de pensamiento que nos gobierna: hay que “ganarse la vida” porque, para ser digno de vivir aquí, debes demostrar que lo “vales”. La ecuación mental (inconsciente, soterrada) sería algo así como: Sólo me querrán si soy lo que esperan de mí.  

Quería decirte con todo esto, Ainhoa –creo que nos vamos conociendo ya–, porque sé muy bien cómo te sientes. Es como muchos nos sentimos cuando teníamos tu edad; y lo que seguiremos sintiendo, mutatis mutandis, a menos que vayamos comprendiendo y disolviendo algunas cosas. Porque también quería contarte otras cosas que he ido viendo estos años, desde que tenía tu edad para acá. He visto, por ejemplo, a gente de muchos tipos conseguir el presunto “trabajo de sus sueños” para comprobar al día siguiente que la ansiedad seguía ahí, pero ahora multiplicada (“Si consigo lo que quiero y aun así estoy mal, qué carajo pasa conmigo”). He visto, también, a gente anhelando tener hijos como el milagro redentor de toda su existencia; para comprobar, cuando ya sí era tarde, que en realidad no tenían vocación ni aguante ni paciencia ni sensibilidad alguna para tal labor colosal (en nuestra tribu de ahora muchos creen que un niño es un muñeco que encender y apagar cuando te da la gana, como la tele). He visto cosas que no creerías. He visto a hombres casarse con mujeres que no querían sólo porque lo decía el calendario, y he visto a mujeres juntarse con cualquiera sólo para quedarse embarazadas, porque las viejas del visillo les dicen siempre “que se te pasa el arroz, nena”. He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la hipoteca. Por comprar esas casas que tanto necesitaban, cuanto antes mejor (en nuestro país aún repiten como cacatúas que alquilar es “tirar el dinero”; pero nadie te dirá que una hipoteca puede encadenarte a un banco de por vida, como a una bola de hierro de ésas que arrastran los fantasmas). He visto, en fin, muchos sueños convertidos en trampas.

Quería decirte con esto, amiga, que ya es hora de que nuestra tribu, la humanidad adolescente e “infantilizada” en que vivimos, se replantee algunas cosas, por el bien de todos. Por ejemplo, lo de confundir el verbo ser con el verbo tener, el “madurar” con acumular propiedades que se comerá la herrumbre, la “responsabilidad” con fecundar un óvulo (cosa para la que no hace falta superar al simio). Liberarnos, en fin, desencadenarnos de la programación del rebaño que nos quiere muertos de miedo a “no llegar” (¿adónde?), a “no conseguir” (¿qué cosa imprescindible?), a no formar parte de la milenaria esclavitud emocional que tanto sirve a los señores del terror; los tiranos que aún viven a costa de la falta de poder y libertad de la mayoría. 

Porque eso es lo que ellos (los pastores y la parte más cobarde del rebaño) quieren: que gente como tú, con todo por hacer todavía, con todos los caminos (insospechados) por delante, se mire al espejo a los 26, cuando uno no es consciente de lo jovencísimo que es aún, y se diga: “No valgo, no merezco, no soy digna, no puedo más. Qué va a ser de mí”. Sólo por no haber alcanzado Ya ciertos sueños que, quizá, sí, sean perfectamente legítimos; pero que quizá, tal vez, quién sabe, no sean esencialmente tuyos, sino heredados durante generaciones para que todos seamos clónicos, todos siguiendo idénticos caminos, cumpliendo a las mismas edades los mismos presuntos “sueños” que nuestros ancestros de las cavernas (¿…O eran sombras proyectadas por otros en la pared…?). 

Quería decirte, Ainhoa, que entiendo muy bien lo estafada que te sientes. Pero también, sobre todo, que está en tu mano mirarte de nuevo en el espejo, una vez te seques las lágrimas, y te des cuenta de que el único sitio al que tienes que “llegar” es a ti. Para ese tren no hay prisas ni horarios, porque pasa todo el tiempo por dentro. Ése es el verdadero trabajo que todos tenemos en este mundo: saber de verdad quiénes somos. Es un trabajo para toda la vida; con el sueldo asegurado en sorpresas, crecimiento y aventura siempre y cuando se cumpla una cláusula obligada: estar dispuesto a seguir creyendo en uno mismo por mucho que las cosas no salgan como esperamos, sea a los 26 o a los 86. Las vidas más interesantes, además, no fueron nunca las más fáciles. Porque la gracia está precisamente en que la vida no salga muchas veces como uno espera: muchas veces, la vida tiene planes infinitamente mejores que no has llegado a soñar nunca. Y tú tienes aún todo el mapa por delante para descubrirlo.  

PS: A los 27 –edad mágica–, agotadas todas las becas, la vida me dio un voltio planetario que muy pocos comprendieron. En cosa de un año cambié dos veces de continente, de sueños y de vida; diciendo Sí a lo que me susurraba el alma y No a los ecos de lo-que-se-suponía que tenía que hacer. A los 28 estaba viviendo en Granada –capital del sortilegio–. Donde, hace justo doce años, una tarde de enero como ésta, me senté a escribir en mi blog algo que titulé Carta (abierta) del joven plumillaen respuesta a una presunta “oferta de trabajo”No puedo evitar recordarla tampoco. Así como cierto escalofrío antiguo recordándome de nuevo que mi verdadera labor, entre otras, sigue siendo escribir cosas como ésta –“desde que era un crío”– para jóvenes valientes como tú. 

CTXT  DdA, XX/5.542 

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