Gerardo Tecé
En uno de esos videoblogs con los que Iñaki Gabilondo mataba el gusanillo tras su jubilación, la voz más importante de la historia de la Cadena SER le dedicaba una reflexión a la persecución policial y mediática que en esos momentos sufría Podemos por parte de las cloacas del Estado. Una persecución de la que, como muchos medios, también participó la que había sido su casa durante toda la vida, el Grupo PRISA. Ponernos del lado de Podemos ante estos hechos es una obligación, decía, que nada tiene que ver con ser simpatizante o no del partido morado, sino con ser demócrata. Han pasado años desde aquello. Gabilondo ya no aparece por los videoblogs y el escenario político es otro. Tan otro que en este tiempo muerto que nos lleva a la formación de un nuevo Gobierno, el partido morado juega un papel tan secundario que las cloacas ya apenas actúan contra ellos. Un tiempo nuevo en el que uno no esperaría tener que escribir una columna de actualidad protagonizada por la formación fundada por Pablo Iglesias en 2014. Sin embargo, los morados vuelven a ser noticia.
Este fin de semana, durante un mitin, la secretaria general de Podemos, Ione Belarra, reivindicaba la figura de la todavía ministra de Igualdad. “Sin el trabajo de Irene Montero”, decía, “la España que hoy condena unánimemente a Rubiales o a quienes tocan culos por la calle seguiría sin entender que sólo sí es sí, que si no hay consentimiento se llama agresión”. “Por eso Montero debe seguir al frente de ese ministerio”, reclamaba Belarra, que exigía también una subida del salario mínimo y la derogación de la ley mordaza, entre otras cosas. Las reacciones llegaron de inmediato. Podemos amenaza con dinamitar un Gobierno de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz si Irene Montero no sigue de ministra, exclamaban los titulares de prensa de izquierda a derecha. Tras los titulares, las reacciones y análisis de periodistas de izquierdas que aseguran no entender a qué viene ahora este chantaje lanzado desde el partido político al que llaman, sin cortarse, secta de amiguetes. Esto, que a día de hoy consumimos con cierta normalidad, es en realidad algo absolutamente novedoso. Pedirle a un partido político que no haga política y que no defienda aquello en lo que cree es nuevo. Llamar chantaje a que un partido reivindique sus logros y pida extenderlos es algo que –párense a pensarlo– no habíamos visto antes. Hoy la cloaca activada hace años por empresarios, jueces y policías de derechas no es necesaria. Y no lo es porque el mensaje de usted está vetado, abandone la política de una vez, llega ahora de la mano de periodistas e incluso políticos que, desde la propia izquierda, están dispuestos a acusar con el dedo al animal herido si se le ocurre respirar.
Que asumamos algo con normalidad no lo convierte en normal. Que periodistas progresistas entiendan y expliquen desde sus medios como legítima la exigencia de una amnistía por parte de Junts –lo es– al tiempo que califican de chantaje la reivindicación del trabajo de la ministra de Igualdad es muy ilustrativo. Nada de lo sucedido en torno al partido que se atrevió a señalar las costuras del sistema en este país ha sido normal nunca. Como decía Gabilondo entonces, seguimos teniendo hoy un problema democrático. Quizá mayor, porque ya no se trata de policías corruptos. Un problema que arrancó en un oscuro despacho hace años y que afecta hoy a luminosas redacciones repletas de periodistas de ideas progresistas. Un efecto dominó lento. Si contra un partido se pueden fabricar sin consecuencias informaciones policiales falsas, si se les puede someter a interminables procesos judiciales sin pruebas o a la difusión de falsedades desde los grandes medios sin que esos periodistas sean despedidos, el resto es consecuencia natural. Por qué no publicar entonces dónde viven esos dirigentes y mostrar fotos de su casa; por qué no exigirles que renuncien a los escaños obtenidos en las urnas –qué traman, por qué se empeñan en entrar al Gobierno, llegamos a leer en 2019–; por qué no acusarlos de querer sillones cuando la política se transforma, como todos sabemos, desde sillones; por qué no, ya heridos, llamarlos formación irrelevante para que se unan a Sumar sin preguntar a dónde lleva ese viaje; por qué no, al mismo tiempo, otorgarles la responsabilidad de una posible victoria de la ultraderecha en caso de que el irrelevante no se sume; por qué no denunciar que, en este momento en el que todos los partidos políticos pactan y negocian condiciones, las únicas reivindicaciones chantajistas sobre el mapa de la península son las que hace Podemos.
Irene Montero no seguirá como ministra, el pacto de Gobierno no incluirá la subida del SMI que los morados exigen y el PSOE de Marlaska seguirá sin derogar la ley mordaza. Tras todo esto, Podemos usará sus pocos escaños para facilitar una mayoría progresista y, con ella, un Gobierno del que probablemente no formará parte. Cuando ese Gobierno eche a andar, al partido al que desde la propia izquierda se le exigió no hacer valer sus fuerzas en 2019 y ahora es acusado de extorsión por defender aquello en lo que cree, se le exigirá algo nuevo. Algo que, como todo lo anterior, nunca antes se le ha exigido a otra formación: silencio. Porque el silencio es la forma de muerte en política. Pasarán los años y, si la salud acompaña a Gabilondo, explicará en videoblog o bailando en tiktok –nunca subestimen a un octogenario con mente joven– cómo la operación para matar socialmente al partido que se atrevió a retar al sistema la comenzaron viejos policías educados en el franquismo y la acabaron jóvenes periodistas de izquierda que convencieron a sus lectores de que el partido que acabó con el bipartidismo y escoró a la izquierda al PSOE es un problema. Quizá a este trabajo en equipo que ha sido capaz de unir a franquistas y a gente de izquierdas podamos llamarla segunda transición ejemplar. Ya irán dos.
CTXT DdA, XIX/5.448
1 comentario:
CHAPÒ...
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