jueves, 10 de agosto de 2023

LEOPOLDO MARÍA PANERO: ELOGIO DE LA LOCURA



Manuel Santana Barbuzano

Supe de Panero demasiado tarde, para mí era un mendigo más, un loco sucio y desaliñado al que siempre encontraba por la zona entre las calles de Triana y Vegueta, fumando compulsivamente un cigarro tras otro, aspirándolos hasta que sus pómulos se hundían como si estuvieran envasados al vacío. 

Una vez me pidió permiso para sentarse en mi mesa, en una terraza de Triana en la que me encontraba solo, tomando un café. Apenas se le entendía, vocalizaba con dificultad, nada de lo que salía de su boca parecía inteligible. Me preguntó si lo invitaba a una coca cola y le respondí que sí. Desvariaba; un ser desquiciado, doblegado por la vida, que pasaba sus horas deambulando mientras hablaba con su sombra. Yo me sentía incómodo, invadido, veía en el diferente al enemigo, alguien que estaba en la otra orilla de la existencia, ajeno por completo a lo que yo entendía estúpidamente por humanidad. 

Poco tiempo después, cuando Leopoldo ya había muerto, supe de mi ignorancia, de que estuve, sin saberlo, ante una de las mayores figuras de la literatura en español del pasado siglo; un poeta devastador y un hombre de una cultura extraordinaria. Imbécil yo, para mí era sólo un loco. Aunque a veces quiera pensar, para engañarme, que aún en ese momento, por más que fuese durante un instante, algo me decía que Leopoldo era el portador de un secreto, de una verdad que por conocerla le había enajenado.

Vaso

Wakefield, quien por una broma
se perdió a si mismo.

Hablamos para nada, con palabras que caen
y son viejas ya hoy, en la boca que sabe
que no hay nada en los ojos sino algo que cae
flores que se deshacen y pudren en la tumba
y canciones que avanzan por la sombra, tam-
baleantes mejor que un borracho
y caen en las aceras con el cráneo partido
y quizá entonces cante y diga algo el cerebro
ni grito ni silencio sino algún canto cierto
y estar aquí los dos, al amparo del Verbo
sin hablar nada ya, con las bocas cosidas
las dos al grito de aquel muerto
mientras caen las estatuas y de aquellas iglesias
el revoque es la lluvia fina pero segura
sobre ese suelo inmenso que bendicen cenizas
y caen también las cruces, y los nombres se borran
de amores que decían, y de hombres que no hubo
y de pronto, en el bar, tan solos, sí tan solos,
me asomo al pozo y veo, en la copa un rostro
grotesco de algún monstruo
que ni morir ya quiere, que es una cosa sólo
que se mira y no ve, como un hombre perdido
para siempre al fondo de los hombres
extranjero en el mundo, un extraño en su cuerpo
una interrogación tan sólo que se mira sin duda
con certeza, perdida al fondo de ese vaso.

Leopoldo María Panero

     DdA, XIX/5.415     

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