Valentín Martín
Aquella muchacha tenía los ojos verdes y las piernas de sedal. Bailaba muy bien, pero un poco lejos para las ganas de un seminarista con aversión a Ramos Carrión. Creo que entendía muy mal la conducta piadosa. Porque cuando al fin de la tarde le di un beso en la mejilla (confieso que más por educación que por apetito) se enfadó más que Tamara con su modista. Y me recomendó ir a misa al día siguiente, limpiarme el pecado, y hacer propósito de enmienda. Yo hubiera preferido decirle allí mismo, en la semioscuridad de la calle desierta, eso de estoy convicto, amor, estoy confeso, de que raptor intrépido de un beso yo te libé la flor de la mejilla. Pero entonces ni Miguel ni Ferris existían. Así que no volví a verla. Porque lo de París bien vale una misa que se atribuye al borbón hugonote Enrique IV es un bulo más grande que la catedral de Notre Dame. La muchacha de los ojos verdes y las piernas de sedal se perdió en el olvido y a estas horas recuerdo que su nombre lo llevan solamente 22 españolas.
No sé por qué escribo esto ahora, en el vestíbulo de un manicomio que exterminó mi amigo muerto Ignacio Bellido al volver de América. Estar loco tiene estos inconvenientes. Creo que es por un individuo muy dado a besar sin permiso en Australia. Y seguramente para preguntar al calvo:
- ¿ Habría usted besado en la boca a Piqué?
Por decir un nombre que está mucho en boca de todos.
DdA, XIX/5.423
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