José Ignacio Algueró Cuervo
El 14 de noviembre de 1975, delegaciones de España, Marruecos y Mauritania firmaban en el palacio de la Zarzuela los que serían conocidos como Acuerdos Tripartitos de Madrid. Por ellos, el último gobierno de un Franco moribundo vendía literalmente un territorio que había colonizado desde 1884 y convertido en provincia en 1958. Además, entregaba a sus habitantes, el pueblo saharaui, a unos invasores dispuestos a terminar con él si se resistían a la ocupación.
A la hora de buscar responsables de tan lamentable desenlace, nos encontramos varios. Por parte española, el príncipe Juan Carlos, jefe de Estado en funciones y fiel a las directrices de su padre; Francia (presidente Giscard) y Estados Unidos (secretario de estado Henry Kissinger); el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro; el ministro José Solís, amigo y administrador de los bienes de Hassan II en Marbella; el ministro Antonio Carro, encargado de dar a las Cortes una explicación llena de falsedades sobre lo que estaba ocurriendo; el embajador en Marruecos, Adolfo Martín Gamero; el Alto Estado Mayor y varios mandos del Ejército destinado en el Sahara. Frente a ellos, poco pudieron hacer el ministro de Asuntos Exteriores, Pedro Cortina —ninguneado en sus funciones en favor de Solís y Carro—, la representación española en la ONU —con el embajador Jaime de Piniés a la cabeza y el secretario Francisco Villar entre sus colaboradores—, y la gran mayoría de las tropas estacionadas en el territorio. También contribuyeron al éxito del plan anexionista de Hassan II: la ONU al ordenar a España que aplazara el referéndum de autodeterminación hasta que se pronunciara el Tribunal de La Haya (octubre de 1975); Argelia, apoyando la salida de España en beneficio de las pretensiones marroquíes; los citados Francia y Estados Unidos; la mayoría de países árabes, con la monarquía saudí a la cabeza; y las maquiavélicas habilidades del monarca marroquí.
Para justificar la entrega del Sáhara, desde el Gobierno se argumentaría la presión ejercida por la marcha verde y el riesgo de guerra que entrañaba, algo que es insostenible por cuanto Madrid conocía desde meses atrás su gestación y el Alto Estado Mayor había facilitado a Estados Unidos los planos y la documentación necesarios para prepararla. Además, se retrasó unos kilómetros la ubicación de las defensas de la frontera norte para que los marchadores pudieran entrar en el territorio, mientras se permitía que elementos marroquíes penetraran por el noreste e iniciaran la presión sobre la población nativa.
Consumada el 26 de febrero de 1976 la salida definitiva del Sáhara, los sucesivos gobiernos españoles pagarían las consecuencias del abandono de sus responsabilidades como potencia colonizadora y de su traición al pueblo saharaui. Así, Adolfo Suárez se vería obligado a defender la españolidad de las islas Canarias ante la OUA (hoy Unión Africana), a defender un acuerdo pesquero con Marruecos que encrespaba a los saharauis y a la oposición, a negociar con el Frente Polisario la liberación de compatriotas secuestrados (en su gran mayoría pescadores canarios) y a sufrir la presión marroquí en forma de apresamientos de barcos de pesca. Su reconocimiento de los derechos de los saharauis, cada vez que se producía, no era sincero, sino forzado por los acontecimientos y la presión del momento.
Pocos días antes de iniciar su brevísimo mandato, Leopoldo Calvo-Sotelo dejó claro que su prioridad iba a ser un entendimiento amplio y profundo con Marruecos, «nuestro gran vecino del Sur, para el que deseaba prosperidad y estabilidad y al que ofrecería relaciones globales, cooperación económica y concesiones en la comercialización del pescado. Al pueblo saharaui ni lo mencionaba. Por su lado, los partidos de la oposición veían en las consecuencias derivadas de la nefasta salida del Sáhara un argumento para criticar al Gobierno y defender, no siempre desinteresadamente, a la población nativa. Paradigmático resultará el caso de Felipe González. Al cumplirse un año de los Acuerdos de Madrid, visitó los campamentos de refugiados de Tinduf y se comprometió ante la historia a apoyar la autodeterminación y a acompañar al Frente Polisario hasta la victoria final. Sin embargo, siendo ya presidente del Gobierno, vendería armas a Marruecos para combatir a los saharauis, y aprovecharía el ataque al pesquero Junquito y a la patrullera Tagomago para cerrar la oficina del movimiento de liberación en Madrid y expulsar a su delegado Buhari Ahmed, antiguo amigo y compañero en la lucha por las libertades en España. Si como presidente apoyó de facto la ocupación marroquí, al cesar se convirtió en amigo fiel y defensor de los intereses de Hassan II y de Mohamed VI. Así, en 1999 Felipe convencería al entonces presidente chileno Eduardo Frei para que diera marcha atrás en su decisión de establecer relaciones diplomáticas con la RASD, consejo que repetiría en conferencias impartidas en varios países sudamericanos en años posteriores. En 2004 apoyó la candidatura de Marruecos para el Mundial de Fútbol de 2010. Y no fue ajeno tampoco a la elaboración y posterior defensa del proyecto de autonomía del Sáhara dentro de Marruecos, al lado de Zapatero y Moratinos. En agradecimiento por los servicios prestados, a González se le facilitarían actuaciones inmobiliarias millonarias en Tánger, en una zona de playa sólo disponible para su anfitrión Mohamed VI, beneficiado este por las inversiones en suelo marroquí de acaudalados como Carlos Slim, presentado al monarca por el propio Felipe. Para descansar de tan agotadoras gestiones, no era raro encontrarse al abogado sevillano descansando en el lujosísimo hotel Le Mirage de Tánger, sabedor de quién iba a pagar la factura y meditando sobre lo importante que es en política ir a lo práctico y olvidarse de utopías como el derecho de los saharauis a elegir su futuro.
Por lo que respecta a la presidencia de José María Aznar, sin defender abiertamente la autodeterminación del Sahara receló del llamado Acuerdo Marco propuesto por James Baker en 2001 al dictado de Marruecos, y que incluía una autonomía que el Polisario rechazaría abiertamente. El incidente de Perejil acabaría por congelar las relaciones del presidente español con Mohamed VI, relaciones que ya habían sido difíciles con su padre Hassan II en los tres años en que coincidieron en el poder.
José Luis Rodríguez Zapatero, que se había puesto de parte de Marruecos en la citada crisis del islote, acabaría convirtiéndose en émulo de Felipe González en lo referente a la cuestión saharaui. Si estando en la oposición criticó cualquier medida o pronunciamiento del Gobierno que fuera en contra de los derechos de este pueblo, a poco de ser elegido presidente en abril de 2004 sorprendió a todos con un anuncio. Públicamente, se comprometió a buscar una «fórmula imaginativa» para solucionar el conflicto «en seis meses» mediante «un acuerdo entre las partes» alcanzado tras la renuncia a «posturas absolutamente irreconciliables». Poco después, adelantaría que la actitud marroquí sobre el conflicto sería «constructiva y facilitadora del diálogo». Además, preguntado por la muerte de un saharaui con DNI español en los sucesos de Gdeim Izik, respondería evasivo: «Es necesario ganar tiempo con la búsqueda de una solución política». Por su parte, el ministro de Exteriores, Moratinos, se atrevería a igualar los sufrimientos de saharauis y marroquíes por la situación que se estaba viviendo.
Tan bellas palabras del presidente y su ministro los retrataban como partícipes de la elaboración de una propuesta que consideraban válida para «alcanzar una solución política justa, duradera y mutuamente aceptable que respete el derecho de autodeterminación». Al tiempo que insistía en la necesidad de que las partes cedieran, seguía sin especificar en qué y por qué debía ceder el pueblo saharaui, reconocido por la ONU como dueño de un territorio ocupado pendiente de descolonización y de sus recursos. Tampoco aclaraba si en esa autodeterminación se iba a contemplar la posibilidad de la independencia. En realidad, lo que Zapatero y Moratinos pretendían era ayudar a Marruecos a enterrar definitivamente el plan de paz y el referéndum que, como el Polisario, había aceptado con anterioridad. El presidente socialista, que fue capaz de dejarse fotografiar delante de un mapa del Gran Marruecos que incluía Ceuta y Melilla como ciudades marroquíes, se permitiría condecorar no ya al rey Mohamed VI, sino también al jefe antiterrorista marroquí, de visita en España y buscado por Francia acusado de torturas. La defensa pública de los grandes avances políticos, económicos y sociales experimentados por Marruecos [sic] y su posición promarroquí en el conflicto del Sahara harían merecedor al presidente español de la más alta condecoración que concede el monarca alauita a un extranjero.
Hoy, Zapatero y Moratinos forman parte destacada del llamado lobby promarroquí español, y no pierden oportunidad de viajar al Sáhara ocupado y donde se tercie para vender los supuestos beneficios que se derivarían para este sufrido pueblo de una autonomía dentro de Marruecos (paradójicamente, el país que desde 1975 ha tratado de exterminarlo por los más diversos métodos). En tan desinteresada misión los suele acompañar José Bono, otro prosaharaui reconvertido en amigo fiel del otrora denostado régimen «dictatorial» no fiable. Y si hay algún antiguo polisario como Hash Ahmed y su Movimiento Saharauis por la Paz que defienda en realidad la autonomía, acuden prestos como invitados de honor a sus congresos, además de ofrecerles el apoyo de la Alianza de Civilizaciones, ideada en su día por Zapatero y de la que Moratinos es hoy su alto representante. A este respecto conviene señalar que, según el CNI, detrás del MSP están los servicios secretos marroquíes.
Por lo que respecta a Mariano Rajoy, viajó a Rabat a poco de iniciar su mandato, cumpliendo la tradición iniciada por Felipe González. En lo referente al conflicto del Sahara mantuvo una posición de solo teórica neutralidad, trasladando la responsabilidad a la ONU pese al auto de 2014 del entonces juez Grande-Marlaska en el que consideraba a España potencia administradora de iure del territorio, con las obligaciones inherentes a tal condición como son la defensa de la integridad física y de los recursos naturales de los saharauis. Empeñado en evitar cualquier gesto o decisión que pudiera molestar al vecino y amigo marroquí, Rajoy vio con preocupación otro auto, esta vez del juez Ruz, por el que decidía el procesamiento de once altos responsables marroquíes por el genocidio saharaui entre 1975 y 1991. El problema se acabaría resolviendo apartando al juez del caso al no serle renovada la comisión de servicios. Una vez más, perdían las víctimas y ganaban los agresores.
En junio de 2018 llegaba al poder Pedro Sánchez Pérez-Castejón. El PSOE mantenía en su programa electoral el derecho del pueblo saharaui a la autodeterminación, y el nuevo presidente rompería la tradición de realizar el primer viaje oficial a Marruecos. Además, se había estrenado con un gesto que abría grandes expectativas en cuanto a su respeto de los derechos humanos: dejando en evidencia la política migratoria de la Unión Europea, decidía acoger en España a 630 migrantes recogidos por el buque Aquarius, a los que Italia y Malta habían negado la entrada. En la misma línea, y pese a que cuatro meses antes Trump había apoyado el derecho de Marruecos a ocupar el Sáhara y a dotarlo de una autonomía, única base según él para una solución «justa y duradera y para una paz y prosperidad perdurables», el 18 de abril de 2021autoriza el ingreso en un hospital de Logroño de Brahim Ghali, presidente de la República Árabe Saharaui Democrática y secretario general del Frente Polisario. La virulenta reacción de Rabat marcará un antes y un después en las relaciones e incluirá la retirada de su embajadora en Madrid y la invitación a unos nueve mil marroquíes para que atravesaran la valla de Ceuta. La disposición de la UE a defender lo que consideraba una frontera comunitaria sería frenada por un Sánchez dispuesto a arreglar el contencioso directamente con Mohamed VI, aunque para ello tuviera que arrodillarse ante él. Y la primera cesión llegó el 18 de marzo de 2022 cuando el Palacio Real marroquí anuncia que Sánchez considera la iniciativa de autonomía como «la base más seria, realista y creíble para la resolución del deferendo sobre el Sahara», y desea establecer una nueva relación con Marruecos y garantizar la estabilidad e integridad territorial de los dos países.
La inclusión del adverbio más suponía un cambio en la posición mantenida hasta entonces por los gobiernos españoles dejando incluso corta la propuesta ya comentada de Zapatero, iba en contra de varias resoluciones de la ONU, ignoraba la opinión de los socios de gobierno de Sánchez, lograba la oposición de todo el parlamento español salvo el grupo socialista, indignaba a Argelia y, sobre todo, constituía una nueva puñalada de un gobierno español a los legítimos derechos del pueblo saharaui. Tanto Sánchez como su escudero Albares intentarían por todos los medios convencernos de los beneficios que se derivarían de la nueva relación con el amigo marroquí. Hablarían de garantizar la estabilidad de Ceuta, Melilla, las islas Canarias e incluso Andalucía; de abrir las fronteras comerciales con las dos ciudades norteafricanas; de acrecentar los ya importantísimos intercambios comerciales con Marruecos, manteniendo al tiempo las buenas relaciones con Argelia; de seguir colaborando en materia de inmigración (no lo dirían pensando en el trágico asalto a la valla de Melilla, me imagino); y, en el colmo del cinismo y la desfachatez, mostraban su satisfacción por haber contribuido a hallar una salida al conflicto saharaui y a los sufrimientos de unos refugiados a los que, por supuesto, seguirían ayudando económicamente.
Cualquier observador coincidirá en que la realidad es hoy otra muy distinta a la que Sánchez y Albares quisieron vendernos: las aduanas comerciales de Ceuta y Melilla siguen cerradas; las islas Canarias temen las consecuencias de un espacio aéreo del Sáhara Occidental controlado por Marruecos y recelan de la delimitación de aguas marinas que pretende Rabat, que insiste ante la ONU y la UE en que Ceuta y Melilla son ciudades marroquíes ocupadas por España; nuestro Gobierno no ayuda al pueblo saharaui, sino al ocupante que quiere acabar con él y al que facilita vehículos, armamento y créditos en algunos casos no retornables; hemos perdido la condición de cliente preferente del gas argelino, y hoy lo tenemos que comprar mucho más caro, mientras las importaciones de productos españoles a Argelia están bajo mínimos.
Ante esta realidad cabe preguntarse qué llevó a Pedro Sánchez a cambiar la postura tradicional de España sobre el Sahara, y qué lo está haciendo ceder permanentemente a las pretensiones marroquíes poniendo en peligro, incluso, la seguridad nacional. Y la respuesta sólo puede estar en el Programa Pegasus —del que no quiere que se hable ni se investigue— y en las escuchas de su móvil y del de varios ministros.
Un día se sabrá por qué el autor de Manual de resistencia convirtió su traición al pueblo saharaui en la página más negra de su mandato como presidente. Por si está preparando ya su propia versión de La historia me absolverá, que sepa que ni los saharauis ni quienes apreciamos la justedad de su causa vamos a absolverlo.
DdA, XIX/5.394
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