martes, 6 de junio de 2023

SUCCESSION, ANOMALÍA Y CAPITALISMO



Manuel Santana

Que recuerde ahora mismo, no me viene a la memoria ninguna serie que me haya costado más esfuerzo ver que Succession. 

Los últimos años vienen presididos en lo audiovisual por la presencia de relatos que, como fieles hijos de su tiempo, describen la degradación de un mundo en decadencia, la descomposición de una biocenosis humana en la que nada parece quedar en pie, en la que todo se derrumba alrededor. 

Ficciones como The Fight Club o Mars Attacks deseaban la destrucción del mundo como requisito necesario para refundarlo; en el clásico del thriller Seven, los detectives Somerset y Mills descubrían junto al espectador una sociedad caótica y decadente, corroída por el pecado, justa merecedora de la penitencia infringida por el psicópata John Doe, interpretado magistralmente por Kevin Spacey; El Lobo de Wall Street nos aproximaba al ascenso y caída de un agente de bolsa tan dotado de talento para su trabajo como carente de escrúpulos para triunfar en una civilización corrompida por la ambición de lucro y el vicio; Better Call Saul contaba la historia de un buscavidas, incapaz de experimentar empatía por nadie que no fuera el mismo, que se licencia en derecho para hacer un uso inmoral y mercantilista de la ley, y Juego de Tronos nos introducía en un universo entre lo medieval y lo fantástico, en el que asistíamos a una lucha despiadada por el poder y el control de un reino que acaba con reveladoras advertencias acerca de la amenaza del fascismo.

Pero, a diferencia de Succession, en las películas de Fincher y Burton el apocalipsis era una celebración gozosa; en Seven, el Dios de la ira del Antiguo Testamento que guiaba la mano homicida de John Doe, tenía como contrapunto la piadosa presencia del triste y melancólico detective Somerset, en la que el espectador aún podía refugiarse; en El Lobo de Wall Street el atractivo con el que se describía al personaje de Di Caprio te hacía dudar entre envidiarlo o detestarlo; en Better Call Saul el guión y la soberbia interpretación de Bob Odenkirk provocaban que el espectador se debatiera entre la ternura, la simpatía y la pena por el miserable leguleyo, y en Juego de Tronos asumíamos el punto de vista de la Casa Stark, representante de los valores más intachables, al modo en que la Casa Atreides podría simbolizarlo en Dune, la famosa novela de Frank Herbert.

La novedad de Succession, lo arriesgado de su apuesta, más allá de todas sus agoreras predecesoras, reside en no ofrecer al espectador ningún asidero al que agarrarse. Historia de un monstruo, Logan Roy, magnate de la comunicación, progenitor de cuatro hijos igualmente monstruosos traumatizados por la experiencia de una infancia sin amor, el espectador asiste, atónito e indefenso, al encarnizado despellejamiento al que los descendientes, discapacitados emocionales, se entregan en la búsqueda de heredar el poder ostentado por el ominoso padre. 

Ni rastro de esperanza en una ficción que prohíbe la posibilidad de la empatía, que hace de cada secuencia una ocasión para frustrar las expectativas de un mundo mejor, retrato de una fauna poblada por seres pusilánimes, abducidos por la vorágine miserable que toda competición implica, la de ver en el otro una oportunidad para ascender en el impulso de pisarle la cabeza. Succession simboliza de esta manera, una época, la nuestra, en la que de un mundo humano hipercapitalizado, solo queda ya un escenario devastado que repudia la posibilidad de los vínculos y los afectos. 

Resta solo asistir a las ruinas, al fin del mundo que propone una de las más crudas y nihilistas ficciones que haya dado la historia de la televisión. Atender a lo que tiene de advertencia, si se quiere, está aún en nuestra mano; al fin y el cabo, los relatos son también avisos, diagnósticos de la época de la que emergen.

   DdA, XIX/5.364   

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