Vaya para el autor del artículo, a quien desde hace mucho años admiramos, mi sentimiento en solidaridad con su dolor, pues ninguno -tal como Vicent dice- puede ser tan profundo como el que siente. Estoy convencido de que la memoria de Maurici dejará huella en la obra de su padre, porque esa furiosa alegría de vivir no puede quedar sin rastro literario, por más que pueda doler, y mucho, ponerse a rescatarla. Creo, no obstante, que el fuego de esa vida recién segada se lo merece. Nadie mejor que Manuel Vicent para hacerlo luz para siempre entre nosotros. Bien podría ocurrir que esa fuera, a partir de hora, la más entera, decidida y verdadera voluntad vital y creadora del escritor valenciano.
MIENTRAS VIVA
Manuel Vicent
Llegó la muerte sigilosamente de madrugada y con una certera puñalada se llevó al ser que más queríamos. Qué artera ha sido la muerte, que en vez de dármela a mí eligió solo herirme en ese punto que más me podía doler. Nunca hay suficientes lágrimas a la hora de enterrar a un hijo. Ningún dolor puede ser tan profundo. Sé muy bien que con el tiempo todo se desvanece, pero, mientras viva, ni el tiempo ni la muerte podrán arrebatarme nunca el amor que sentía por mi hijo y el que él me regalaba con su furiosa alegría de vivir. La gloria es la única inmortalidad que está en poder de los humanos. “No consientas ―dice Isócrates― que toda tu naturaleza sea destruida a la vez; por el contrario, ya que te tocó en suerte un cuerpo mortal, intenta dejar el recuerdo inmortal de tu espíritu”. Cuando empezó a ejercer de corresponsal en La Habana, mi hijo me pidió algunos consejos. Le dije: ”Mauri, no uses adjetivos en los que podrías verte involucrado y desprotegido. El verbo es la acción con que se definen los hechos. Así lo han usado siempre los grandes periodistas. El prestigio de un corresponsal consiste en estar bien informado. Sé leal, solidario y generoso con los compañeros. Por lo demás, hazme el favor de no vivir tan deprisa”. Eso es lo que pasó, que el fuego de su vida encontró demasiado pronto sus cenizas. Vuela ahora mi pensamiento hacia los días felices del pasado, a los veranos compartidos con los amigos en que salíamos juntos a navegar. Esta vez la quilla partirá en dos su memoria y las olas batirán con ella los costados del barco. Llegará el otoño y su silueta se confundirá con una de las hojas doradas arrastrada por el viento y luego se irán alejando su voz y sus risas hasta perderse en la niebla de un extraño aeropuerto donde se embarcan solo las almas y allí ante la última aduana le diré: buen viaje, Mauri. Llámame en cuanto llegues a La Habana.
Pie de foto: Mauricio Vicent. Uly Martín.
El País DdA, XIX/5.374
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