Este artículo fue enviado a tres medios de información, sin que en ninguno de ellos se publicara, razón por la que se hace más necesaria su publicación en este modesto DdA.
Chantal Maillard
El fantasma de una tercera guerra “mundial” nos habitó cuando Putin lanzó su ofensiva sobre Ucrania. Tuvimos un tiempo de lucidez. Las primeras imágenes de los bombardeos fueron asociadas de inmediato al detonante de la anterior contienda: la invasión de Polonia. Pero esta ha pasado ahora a ser uno más de los seriales de los que se nutren los noticiarios. Cuando un tema deja de ser noticia para transformarse en serial, todo lo relacionado con él se normaliza. Lo he dicho muchas veces: convertidas a bits, las mayores atrocidades entran en el régimen de la ficción y la representación cumple con su oficio: entretener la mente. Y, si el serial se alarga o se repite demasiado, deja incluso de atraer la atención. Podemos seguir comiendo, o apagar el televisor y volver a nuestras rutinas. Ni las cenizas ni la sangre desbordarán de la pantalla, no alterarán el sabor de los alimentos. Normalizada, la destrucción no nos altera, el crimen se legitima y hasta se condecora al asesino.
Será por eso, me digo, que no alzamos la voz. Será por su eficacia como actor que vemos a Zelenski, la figura política más calculadamente mediática en estos momentos, como un heroico representante de las virtudes patriarcales y no como alguien que por su incapacidad diplomática –digámoslo sin miedo– lleva miles de muertos a su espalda.
¿Cómo es posible que, a estas alturas, sigamos consintiendo que alguien decida enviarnos a matar o a morir? En el año 2003, George Bush, otro actor de la gran pantalla, decidió atacar Irak. El entonces presidente de España le estrechó la mano. Pero, al menos, los estudiantes respondieron. ¿Dónde está ahora la fuerza estudiantil? ¿O es que estamos todos convencidos de que esta es una guerra justa en la que todos hemos de colaborar? Ninguna guerra es justa. Cuando no se hallan maneras de resolver políticamente los desacuerdos, la guerra no es otra cosa que la demonstración de la ineficiencia diplomática o, peor, su inoperancia frente a los grandes intereses. Porque, no seamos ilusos: esta contienda no empezó con la invasión de Putin, las provocaciones fueron múltiples. Hagamos memoria, recordemos la Historia y tengamos claro a quienes benefician esta y otras guerras. ¿Son realmente los EEUU –donde los estudiantes duermen en sus coches porque la beca no les llega para pagar una habitación, donde la segregación racial sigue de facto y los sin techo se acumulan en las calles– el territorio de las libertades, como reza su propaganda? ¿Hasta donde llegará a rebajarse la UE en su humillante aceptación de los dictados de un territorio cuya democracia es, desde hace mucho, la expresión palmaria de la degradación del ideal que fue en otros tiempos? Se nos llena la boca con la palabra “democracia”, sin pararnos a pensar (mediocracia aparte) que no hay razón alguna que avale la idea de que una mayoría haya de tener más juicio o más sentido común que una minoría, ni tan siquiera que uno solo de sus miembros.
Hubo un tiempo en el que pensaba que cuando las mujeres ocupásemos puestos de poder las cosas cambiarían. Me doy cuenta ahora de mi ingenuidad: ¿de qué sirve reemplazar los ingredientes si el caldo está podrido? Lo que falla no son los agentes, sino las estructuras. Seguimos funcionando con el código de valores del patriarcado. La guerra forma parte de él. También el patriotismo y los monoteísmos. Y esto no cambiará mientras no nos pongamos a pensar de otro modo.
Religión y patria son dos palabras que arraigan en el suelo privado del verbo poseer. En sus márgenes quedan los muertos. Anónimos, colaterales, ellos son la materia prima –y el abono– de su violencia.
DdA, XIX/5.432
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