La venganza de la generación Viagra
Jonathan Martínez
A mediados de los años ochenta, los científicos de Pfizer se embarcaron en un ajetreo de ensayos clínicos destinados a aliviar los estragos de la angina de pecho. Primero observaron el impacto de la dilatación arterial en perros, conejos y ratas hipertensas. Después, a principios de los noventa, comenzaron a suministrar citrato de sildenafilo a hombres sanos y enfermos. El medicamento no cosechó los efectos esperados, pero a cambio, los pacientes experimentaron erecciones tan impetuosas que las investigaciones tomaron nuevos derroteros. En 1998, Viagra ingresó en el mercado farmacéutico como una mano de santo contra la disfunción eréctíl.
En un antiguo anuncio publicitario, varios hombres salen en tromba de sus casas dando cabriolas de euforia y levantando los brazos triunfales mientras suena We are the champions de Queen. En otro anuncio, un cincuentón manso y desmoralizado se ha convertido de la noche a la mañana en un macho empotrador. "Habla con tu médico", dice Pelé en medio del rugido del estadio. La píldora azul de Pfizer no solo sugiere un aplazamiento sin límite de la andropausia sino que además encierra una garantía subliminal de éxito masculino. El mundo se vuelve territorio de conquista para el varón que camina con el miembro en ristre.
La pastilla mágica, que prometía subsanar los desarreglos conyugales, desató también una inesperada resaca de efectos secundarios. De pronto, algunos señores que habían llegado al ocaso del matrimonio con una docilidad de gallo capón se volvían viejos licenciosos y descubrían el placer extramatrimonial de la cana al aire. No se trata de levantar el dedo acusador de la moral sino de constatar que ha entrado en escena un personaje inédito: el hombre de avanzada edad que recupera sus bríos juveniles y explora lechos desconocidos, a veces con recato y otras veces con un ruidoso rastro de vergüenza ajena.
No está claro si el poder es un atributo del sexo o si el sexo es un atributo del poder, pero en la historia de España hay sobradas leyendas de mando y libertinaje. A Felipe IV, conocido por su promiscuidad, se le veía rondar por los teatros de Madrid en busca del próximo polvo. Alfonso XIII mandó rodar varias películas pornográficas que terminaron escondidas en un convento. El excomisario Villarejo juraba que el CNI administró bloqueadores de testosterona a Juan Carlos I porque tenía la libido de un bonobo. La anécdota sería irrisoria si detrás de los amoríos reales no hubiera un sórdido bosque de cuentas suizas, tarjetas black, testaferros y comisiones.
La derecha populista, igual que la Viagra, ahuyenta las congojas de la impotencia y abre las puertas a las segundas juventudes. El último agraciado de este milagro farmacológico es Ramón Tamames, que ha regresado al Congreso de los Diputados con el impulso de un caballero vejentón que siente una palpitación en la entrepierna. Hasta hace bien poco no era más que una reliquia momificada de la Transición. Pero de pronto, en el crepúsculo de sus días, probó la medicina prodigiosa de Vox y ahora lo abordan los micrófonos, lo acarician las cámaras y camina perseguido por un inesperado enjambre de aduladores.
A Tamames lo vemos ya medio descoyuntado, con el cerebro volandero, embarrancado en un discurso que se viste de lentejuelas y de aromas florales pero que desprende un inconfundible hedor a fosa séptica. Sus invocaciones a la guerra civil nos sonrojan. Su revisionismo histórico nos pudre la sangre. Su discurso entero es una loa enfermiza al lucro capitalista y a los símbolos más tumefactos de la marca España. Y si lo miramos como a un carcamal, si lo descartamos como un vejestorio, no es por su edad sino por lo que su edad ha hecho con él. Tamames, en cambio, se siente convencido, vasodilatado, irreverente y ebrio de posteridad.
Pero esa falsa rebeldía de última hora no es un fenómeno aislado sino un síntoma generacional. El de la generación Viagra, el de aquellos que un día se proclamaron socialistas o comunistas o anarquistas y ahora, después de una larga travesía de incoherencias, regresan a la arena pública empalmadísimos, con discursos que creen valientes e indómitos pero que repiten palabra por palabra la matraca mohosa de la estirpe conservadora. Los dueños de todo lo poseíble, por su puesto, les acarician el lomo y celebran su saber estar y su sapiencia frente a los jovencitos deslenguados que se atreven a levantarles la voz.
Del mismo linaje que Tamames es Fernando Sánchez Dragó, que en su primera juventud se enroló en el Partido Comunista y terminó arrimando la sardina a la ultraderecha. Y cómo entender la terapia de la Viagra sin mentar a Mario Vargas Llosa, que empezó admirando la revolución cubana y ha envejecido elogiando a los candidatos más dementes de la extrema derecha latinoamericana. Por no hablar de Fernando Savater y su viaje desde los devaneos libertarios hasta la apología del ayusismo más fermentado. Sorprende que Felipe González conserve su carné del PSOE cuando ya solo le ríe las gracias la derecha más troglodita.
Y aquí solo hay dos hipótesis posibles: o los héroes de la democracia han envejecido como el culo o la democracia nació ya anciana. Todavía hoy hay gente que se reclama progresista y mira con respeto y hasta con veneración los símbolos constitucionales, la monarquía, un paisaje político consolidado por la costumbre, los mitos y los documentales laudatorios de Victoria Prego. Hasta que un día, entre el estupor y la vergüenza, aparece en las Cortes un señor destartalado que ha venido a recordarnos qué clase de ruina ideológica queda en pie medio siglo después de la muerte de Franco.
Hay una fotografía de Marisa Flórez que no ha perdido aún su vigor icónico. Es 1977. Dolores Ibárruri y Rafael Alberti caminan del brazo por el pasillo del Congreso y todas las miradas se vuelven, todos los ojos se posan sobre las cabelleras blancas, sobre la carne ajada por la derrota y el exilio. Los dos han sido elegidos diputados por el PCE. Los dos son compañeros de bancada de Tamames. Dicen que el tiempo nos cambia, pero nadie miró ayer a Tamames como aún miramos a Ibárruri y a Alberti.
Público DdA, XIX/5.405
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