Sostiene el autor en este interesantísimo artículo, publicado el 17 de marzo de 2021 en la revista CTXT, que "la pauperización de la juventud va de la mano con unos precios de los alquileres cada vez más inflados, una trayectoria creciente que únicamente ha podido ser truncada por los efectos sobre el turismo y, por lo tanto, sobre Airbnb, que ha tenido la pandemia de la COVID-19. Esta serie de factores convergen en lo que el politólogo Pablo Simón explicaba en televisión hace unos días, la diferencia de la situación actual de los menores de 35 años con respecto a las generaciones anteriores se encuentra, básicamente, en la ausencia de expectativas de futuro. Antes, al menos, se vislumbraba un horizonte. De nuevo, la linealidad de la carrera de vida ha quedado interrumpida. La cancelación del mañana tiene un rostro cada vez más visible".
Manuel Romero Fernández
“La pandemia de angustia mental que aflige nuestros tiempos no
puede ser correctamente entendida, o curada, si es vista como un problema
personal padecido por individuos dañados”.
Mark Fisher
La
redacción de este artículo es el resultado de varios meses de trabajo. Sentarse
a escribir sobre ansiedad y depresión mientras la experimentas es como asomarse
a un pozo interior que no sabes dónde acaba –lo más probable que en otra crisis
de ansiedad o ataque de pánico. Así que finalmente me decidí a hacerlo asumiendo
la escritura como uno más de los muchos ejercicios de exposición que hice
durante las sesiones de terapia.
Después de llevar más de medio año sufriendo episodios de ansiedad y pánico y un fuerte trastorno de angustia, no se me ocurre una mejor forma de describir esta espantosa experiencia que aquellas palabras de Antonio Gramsci que decían que vivimos en un mundo grande y terrible. Creo que los dos adjetivos que utiliza describen a la perfección cómo se nos presenta la cotidianeidad a las personas que padecemos síntomas ansioso-depresivos: como una realidad inabarcable que acentúa nuestra vulnerabilidad y una sensación de malestar dominada por pensamientos negativos sobre todo lo que nos rodea. Además, lo virtuoso de estas palabras es que no reflejan únicamente la percepción individual del afectado, también describen en lo que se ha convertido el mundo que habitamos en la etapa del capitalismo tardío: un caos globalizado en el que predomina el desarraigo y la incertidumbre.
Pese
a que es cierto que el padecimiento de la ansiedad o la depresión se proyecta
en vivencias muy personalizadas, los orígenes de mi enfermedad es probable que
no difieran en gran medida de las causas que han empujado a otras personas a
pasar por lo mismo. Mi vida en los últimos años, como la de la gran mayoría de
la gente de mi generación, se ha convertido en una carrera de fondo repleta de
obstáculos que tiene como meta la acumulación de méritos (académicos,
laborales, personales, etc.). Los jóvenes ya no tenemos biografía, sino
curriculum vitae. Para los que estamos buscando
abrirnos paso en la academia los riesgos de padecer algún tipo de malestar
mental son bastantes altos. Según un estudio publicado en la revista Nature,
nada más y nada menos que un 41% de las personas que se encuentran doctorando
sufren ansiedad, y un 39% depresión (estos números son aún más escandalosos en
el caso de que seas mujer, 43% y 41% respectivamente, o una persona transgénero
o/y no-binaria, que se eleva a un 55% y 57%). Para un análisis pormenorizado de
los problemas de salud mental asociados a la investigación recomiendo
encarecidamente leer el artículo El coste mental de la carrera
investigadora, publicado en el
diario El Salto. Crecimos haciendo de la cultura
del esfuerzo, el relato por el que se suponía que si te dejabas la piel en algo
obtendrías compensación, nuestro habitus, y ahora
estamos atrapados en una crisis cíclica de sacrificios sin recompensas o, a lo
sumo, con recompensas poco satisfactorias. El futuro se nos presenta como una
reiteración ad
infinitum del pasado, la linealidad progresiva de la
modernidad se ha desvanecido dejando paso a la repetición de corto plazo. No es
extraño entonces que la ansiedad, cuya definición clínica es la activación
desproporcionada del sistema nervioso central ante la anticipación de un
escenario futuro, se haya integrado a nuestro estado de ánimo normal.
Es
habitual describir la depresión o la ansiedad como un trastorno pasajero y
restarles la importancia que se merece, pero la realidad, lamentablemente, es
mucho más trágica y nos enseña que a estos desórdenes mentales también es
necesario sobrevivir y que, además, dejan una fuerte impronta en el desarrollo
posterior de la vida. Las estadísticas de suicidio entre los jóvenes nos muestran
un panorama desolador. Ya en el año 2017 la tasa de suicidio en los menores de
25 años se había triplicado respecto a los inicios de 1990 –no es casualidad,
como comentaba Franco Berardi Bifo en su libro La
fábrica de la infelicidad: nuevas formas de trabajo y movimiento global (Traficantes
de Sueños, 2003), que el incremento del consumo de Prozac en los 90
viniera ligado al nuevo paradigma económico del neoliberalismo. Aún no podemos
medir con datos el impacto real de la pandemia sobre la salud mental de los más
jóvenes, pero aún así creo que ya es posible intuir que tendrá unas
consecuencias terribles nada más que hablando con los círculos de amigos más
cercanos. No me cabe la menor duda de que la situación será mucho más
dramática. En mi caso particular, desde que comencé a sentir los primeros
síntomas ansioso-depresivos después del primer confinamiento estricto, ha
habido momentos en los que he tenido la sensación de tener que hacer un
esfuerzo mayúsculo para sobreponerme a la vida. Recuerdo que en varias
ocasiones, familiares y amigos con las mejores intenciones, me han dicho eso de
“no te preocupes, tienes toda la vida por delante”, y para mí, estas palabras,
más que un consuelo, resonaban como una penitencia: el vértigo brutal de tener
que cabalgar por inercia hasta el final en un estado de absoluta anhedonia.
Hace
tiempo que la juventud se ha convertido en una suerte de Sísifo a la inversa.
Si en el mito popularizado por Camus este empuja hacia arriba una piedra muy
pesada que caía antes de llegar a la cima, la tarea heroica de los jóvenes es
la de sostener una losa insoportable mientras caminamos hacia abajo por una
pendiente muy pronunciada y resbaladiza. El lastre que cargamos a la espalda
está compuesto por múltiples factores imbricados entre sí. Uno de ellos, como
comentaba más arriba, es la carrera de obstáculos laboral, pero a este se le
suman muchos otros. Desde el crac financiero de 2008 hasta nuestros días, la
renta de los jóvenes de entre 16 y 24 años es un 4,2% más baja. Contrariamente
a lo que se podría pensar, que alcanzaría sus mínimos durante la crisis para
después comenzar a crecer, o al menos se estabilizaría, los ingresos continúan
en caída libre. Esto implica, además, que la brecha generacional entre los
mayores de 65 y los menores de 30 es mucho mayor, ha pasado de un
8% en 2008 a más de un 28% en 2020, es decir, nos aproximamos a un abismo
generacional. La pauperización de la juventud va de la mano con
unos precios de los alquileres cada vez más inflados, una trayectoria creciente
que únicamente ha podido ser truncada por los efectos sobre el turismo y, por
lo tanto, sobre Airbnb, que ha tenido la pandemia de la COVID-19. Esta serie de
factores convergen en lo que el politólogo Pablo Simón explicaba en televisión
hace unos días, la diferencia de la situación actual de los menores de 35 años con
respecto a las generaciones anteriores se encuentra, básicamente, en la
ausencia de expectativas de futuro. Antes, al menos, se vislumbraba un
horizonte. De nuevo, la linealidad de la carrera de vida ha quedado
interrumpida. La cancelación del mañana tiene un rostro cada vez más
visible.
Probablemente,
el mayor reto que la juventud tiene por delante es el de hacer del malestar
generalizado en todas sus formas una potencia política transformadora. Es
importante, y este es el motivo principal por el que finalmente me decidí a
escribir este artículo, que combatamos esa idea tan arraigada en el imaginario
social de la enfermedad mental como un problema individual y que lo señalemos
como lo que realmente es: un problema de salud pública. El estrés, la ansiedad,
la depresión o el pánico entre los jóvenes es cada día que pasa más frecuente
en nuestras sociedades y su normalización es el resultado de un largo proceso
de privatización
de la enfermedad. Además, la creciente medicalización de la vida se
presenta como una consecuencia lógica de la individualización de las
patologías. Unas décadas atrás, por ejemplo, cuando presentabas síntomas de
estrés laboral el médico te recomendaba sindicarte, ahora, sin embargo, te
receta un cóctel explosivo de ansiolíticos y antidepresivos. En el capitalismo
tardío hemos sustituido los convenios colectivos por alprazolam. Al reducir
toda esta serie de malestares a una perturbación del funcionamiento neurológico
normal, o a un trauma vivido durante la infancia, eliminas la posibilidad de un
cuestionamiento colectivo y, por lo tanto, de una transformación radical de la
estructura que los produce. Parafraseando a Mark Fisher, me atrevería a decir
que en tiempos de depresión generalizada la tarea de repolitizar el ámbito de
la salud mental es urgente si la juventud quiere ser capaz de desafiar el
realismo capitalista y construir un futuro en común.
CTXT DdA, XIX/5.403
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