Francisco José Faraldo
Cioran dijo que envejeciendo aprendemos a convertir nuestros terrores en sarcasmos, lo que puede implicar una visión positiva de la decadencia física. En De senectute, Cicerón hizo un elogio de la vejez que durante mucho tiempo fue asimilada a la sabiduría, lo que le otorgaba cierto prestigio. Hoy la vejez es vista apenas como un anticipo de la muerte y la pequeña parte del género humano que ocupa la zona confortable del planeta vive atemorizada por el fantasma de la decadencia física. Como consuelo ante la fatalidad de la muerte, el humano inventó la religión, pero ahora, con los antiguos dioses muertos y bien enterrados, los que antes se conformaban rezando han cambiado las iglesias por los gimnasios o las clínicas de adelgazamiento porque otra amenaza que nos inspira horror es la gordura y, en su intento por olvidarse de la muerte, las personas dedican una buena parte de su vida y su dinero a conseguir un cuerpo glorioso que les proporcione la ilusión de que han vencido a los estragos de la edad.
Cueste lo que cueste, hemos de proyectar una imagen de juventud y delgadez, y tras ese objetivo hay quien llega a hipotecar sus bienes poniéndose en manos de cirujanos dudosos que lo mismo te extraen los michelines que te levantan las tetas o estiran tu cara grapándote el sobrante detrás de las orejas y, aunque algún paciente fallezca en el intento, los supervivientes salen arreglados por una temporada. Eso por no hablar de quienes intentan superar todos los límites (ahí está el ejemplo de Simone Biles) y acaban de mala manera. Hacedme caso: lo ideal es moderar la actividad física, obedecer al médico e ir caminando a comprar la prensa o el pan, pero no mucho más. Es patético ver a individuos que cogen el coche hasta para ir al estanco con tal de evitar la fatiga de caminar unos metros y después someten a su cuerpo a sesiones agotadoras con refinados instrumentos de tortura como mancuernas, espalderas, bicicletas estáticas y cintas rodantes; a otros nos los encontramos corriendo por carreteras y jardines sin que nadie les persiga e intentan convencernos de los beneficios de tan exótica actividad, a pesar de la cara de infinito sufrimiento que se les pone cuando la están practicando. Cada día hay más mujeres que viven obsesionadas por el tamaño de su trasero y más hombres que caen en profundas depresiones al descubrir en la ducha que la barriga les impide la visión de sus partes bajas. El mundo ideal se nos presenta poblado de féminas andróginas y varones de pectorales anabolizados. Pistoleras, papadas, flotadores, patas de gallo, estómagos, estrías: puagh. Miserias indignas, políticamente incorrectas, que deben ser depositadas cuanto antes en los contenedores de las clínicas de estética. Son millones los que se sumergen en una marea de siliconas, jeringuillas, liposucciones y sustancias abrasivas que prometen devolver la tersura a su cutis maltratado por los años. No hay que perder la esperanza. Por el hialurónico hacia Dios.
Si modificamos la perspectiva, si miramos hacia otro lado, nos encontramos con una sorpresa. A cientos de millones de personas que no viven como nosotros en la parte confortable del planeta les encantaría llegar a viejos, porque eso indicaría que el hambre no se los habría llevado por delante en la edad joven. Si se les dijera que además de llegar a viejos, alcanzarían también la condición de viejos gordos, lo considerarían una bendición. Parecen no saber que la cosa está montada de tal manera que hace falta que ellos pasen hambre para que nosotros nos convirtamos en neuróticas pelotas de sebo. Y que nosotros estamos encantados con su miseria. Así están las cosas.
DdA, XIX/5.364
No hay comentarios:
Publicar un comentario