miércoles, 14 de diciembre de 2022

EL VALLE DE LOS CAÍDOS TAMBIÉN CONOCIÓ LOS ABUSOS SEXUALES DEL CLERO

Hace unas fechas, el diario El País publicó un reportaje en el que dos antiguos alumnos internos de la abadía del Valle de los Caídos, administrada por la orden benedictina, denunciaban haber sido víctimas de abusos sexuales en la década de los sesenta y setenta del pasado siglo, respectivamente, sin que esa orden religiosa haga otra cosa que encomendarse a la providencia. Se trata de Antonio Arévalo González, estudiante de la abadía desde su inauguración en 1959 hasta 1961, entre los nueve y los once años de edad, y de José G., que cursó sus estudios entre 1967 y 1971, entre los diez y los catorce años. Ambos eran hijos de republicanos, y en el caso de José, hijo de quien había sido un esclavo de la dictadura que trabajó en un batallón disciplinario después de la guerra, "al paso alegre de la paz". Además de sufrir abusos sexuales, Antonio recuerda haber ayudado en una ocasión, a la llegada de un camión a la abadía, a transportar una caja con los restos humanos de las víctimas del franquismo, cuando se llevó a cabo este transporte desde distintos cementerios del país sin el permiso de sus familiares. El lugar de máxima exaltación de la dictadura también conoció los abusos del clero nacional-católico.  


Dos víctimas de abusos durante su residencia en la escolanía Del Valle de los Caídos posan frente al edificio de la escolanía, la abadía y la cruz en El Valle Cuelgamuros / Andrea Comas
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Íñigo Domínguez, El País, 9 de diciembre de 2022

En el Valle de los Caídos, ahora llamado de Cuelgamuros, también han vivido, y viven, niños. Es un aspecto poco conocido: los monjes benedictinos procedentes de Silos que se instalaron en el lugar en 1958, tras la creación del gran osario de víctimas de la Guerra Civil, contaron desde el principio con un internado de menores que formaban la escolanía. Allí vivían, estudiaban e integraban el coro infantil que cantaba en las misas del monasterio y la basílica. Hoy en día sigue funcionando igual. En ese internado, según acusan dos exalumnos, también se han producido abusos de menores. Antonio Arévalo González estudió allí nada más abrirse la abadía, de 1959 a 1961, de los nueve a los 11 años. José G., una década después, de 1967 a 1971, de los 10 a los 14 años. Él lo ha denunciado ya a la comisión de investigación del Defensor del Pueblo y Arévalo afirma que lo hará en los próximos días. En todo caso, EL PAÍS ya ha remitido sus testimonios a esa comisión.

Los dos vuelven al lugar, para hacerse la foto de este artículo, y se conocen allí, removiendo recuerdos y sintiendo escalofríos. Antonio recuerda que él mismo llevó una caja con restos humanos a la cripta, un día que volvían de una excursión y se encontraron un camión ante la basílica. Les pidieron a los chicos que les echaran una mano. Era en los primeros años del Valle, cuando seguían llegando restos de cementerios de toda España. José describe el ascensor que va de la abadía a la basílica, atravesando la montaña, y que cogían cada día para bajar a cantar, y a veces a misas presididas por Franco. Los dos, paradójicamente, eran hijos de republicanos. “Como cantaba bastante bien, era un niño pobre e hijo de rojo, allí había la oportunidad de escolarizarme”, explica Antonio. En el caso de José lo pidió él, porque su primo había estado interno y había viajado con la escolanía a Japón, “aunque lo más lejos que fui luego es a Alpedrete”. Solo años más tarde supo que su padre había sido un esclavo del franquismo: “Estuvo en un batallón disciplinario en un campo de trabajos forzados, en otro sitio. Para mí fue un choque emocional descubrir que el mismo lugar donde estudié había sido hecho por presos”.

La escolanía del Valle de los Caídos, en un concierto hacia 1970.
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Arévalo señala a cinco monjes, uno que abusó de él y otros cuatro a los que vio, o supo de sus acciones a través de sus compañeros. “Tengo 72 años, y la verdad es que he vivido toda mi vida con esto. Tras ver cómo iban saliendo casos de abusos a la luz, llegó un momento en que dije: yo tengo que participar en esto. Quiero contar los abusos que se cometían allí. Yo tuve las primeras experiencias sexuales a los diez años con los monjes”. Acusa como su agresor a Albino Ortega, fallecido en 1980, famoso porque fabricaba un licor benedictino. “En el área oeste tenía una destilería. Llevaba a los niños allí. Me acuerdo del sabor dulzón del licor. Nos daba una copita y luego abusaba de nosotros. En mi caso eran tocamientos y masturbaciones, pero es que yo no debía de gustarle mucho, le iban los gorditos y con dos compañeros míos fue a más”. Este monje también era su confesor: “Te sentaba encima, y era un sobón. Yo dejé de confesarme y tenía un problema, porque era creyente e iba a comulgar sin confesar, y eso me torturaba porque creía que estaba en pecado mortal”. Ortega dejó la abadía en 1966 y se trasladó al monasterio de Samos, en Galicia, hasta su muerte.

Otro monje al que acusa es L. S. B.: “Te ponía la mano en el hombro, y empezaba a sobarte. Te tocaba los genitales por encima de la ropa, y también te cogía la mano y se la llevaba a los suyos. Era un pederasta, era evidente”. También ha fallecido. Arévalo señala a otros tres religiosos, según las confidencias de otros compañeros, aunque admite que él no sufrió agresiones de ninguno de ellos. Sus iniciales son J. A. G., el hermano F. y uno del que no recuerda el nombre, solo el apodo, La Oveja.

Alumnos del internado del Valle de los Caídos, hacia 1970.
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El segundo exalumno, José G., que prefiere no identificarse más que con iniciales, acusa a otro monje, T. B., que dejó la abadía en 1975 para pasar al clero diocesano y luego ha sido sacerdote en la comunidad de Madrid durante casi 50 años. “Era uno de nuestros vigilantes. Con la excusa de que me gustaban los sellos me llevó a su celda a enseñarme su colección, y allí me bajó la bragueta y empezó a toquetearme. Me quedé bloqueado, no sabía hacer, supongo que él iba a buscar una erección, me intentó masturbar, entre el shock y que para mí era una situación impensable, me empecé a enfadar, y me fui de allí de manera instintiva. Me dijo que no dijera nada a mis padres. Pero yo no fui el único. Era un internado donde estabas a su merced, lejos de tu familia. Pero con 12 y 13 años teníamos ya la sensación del bien y del mal, y de que teníamos que ser astutos para sobrevivir”. Nunca se lo dijo a nadie, ni lo denunció: “Ir contra la Iglesia, pero además contra una Iglesia que era parte del Estado de la dictadura, y en ese lugar, era una locura. Yo querría que ahora se sepa la verdad, dentro de la memoria democrática, y que haya verdad, justicia y reparación”.

Este sacerdote sí que sigue vivo, tiene 86 años, y EL PAÍS lo ha localizado esta semana en una parroquia de Madrid. Rezaba en la iglesia a primera hora de la mañana, atendió con amabilidad al periodista y escuchó con asombro las acusaciones: “No tengo ni idea de lo que me habla”, ha asegurado. Al preguntarle si cree que quien le acusa se lo ha inventado se encoge de hombros. También afirma que es la primera vez que alguien le habla del tema. Es decir, confirma que en su caso no se ha abierto ninguna investigación canónica, en contra de las órdenes del Papa, pues ninguna institución de la Iglesia le ha llamado al menos para preguntarle si las acusaciones, conocidas desde hace un año, son ciertas o no.

Las seis denuncias figuran en los informes que EL PAÍS entregó en diciembre de 2021 y junio de 2022 al Vaticano y a la Iglesia española, con acusaciones a un total de 451 clérigos y seglares. Aunque ha transcurrido desde entonces entre un año y seis meses, y este diario ha preguntado en numerosas ocasiones a la abadía por el resultado de sus investigaciones, a las que le obligan las normas eclesiásticas, el prior ha optado por no responder. “Todo lo referente al Valle lo lleva Dios, y como hay una realidad trascendente, nosotros no nos preocupamos, y como él lleva las riendas de la historia, dejamos a él que lo resuelva. Comprendemos que los periodistas tienen su trabajo, pero hemos tomado la decisión de dejarlo todo a la providencia divina”, ha respondido uno de los monjes en conversación telefónica. Sobre las acusaciones de abusos, únicamente ha explicado: “Llevo aquí 60 años y no tengo noticias de nada”.

Antonio Arévalo, que denuncia abusos en el internado del Valle de los Caídos, cuando era escolán en la abadía, en 1960.
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Esta pasividad también hace que los benedictinos, tras recibir en el primer informe de este diario la denuncia contra T. B., tampoco hayan informado a la archidiócesis de Madrid, pese a que luego ha ejercido durante casi 50 años en la comunidad madrileña. Este obispado ha conocido el caso a través de EL PAÍS y confirma que la abadía del Valle de los Caídos no se lo ha comunicado. La diócesis de Madrid es una de las pocas que practica la transparencia y, tras revisar sus archivos, asegura que no consta ninguna denuncia contra este cura durante estos años. Pero explica que es la orden de los benedictinos quien debe investigarlo. Señala que en su día pasó a ser sacerdote sin ningún informe que advirtiera de nada negativo.

Como en otros casos, vuelve a plantearse el problema de la voluntad real de la Iglesia española de investigar los abusos de menores y ser totalmente transparentes con lo que saben órdenes y diócesis. Ante la opacidad y la negativa de la mayoría de ellas a colaborar en que la verdad salga a la luz, será decisivo el papel del Defensor del Pueblo. Ángel Gabilondo ha asegurado que la comisión de investigación de la pederastia en la Iglesia, aprobada en marzo en el Congreso por todos los grupos, salvo Vox y dos exdiputados de UPN, solicitará a la Iglesia toda la información y el acceso a sus archivos. Aún no ha llegado a esa fase, pues de momento el trabajo se centra en la recogida de testimonios, que son ya más de 400. La única estadística de referencia es la que lleva EL PAÍS, tras el inicio de su investigación en 2018. Es una base de datos con todos los casos conocidos en España que en este momento contabiliza 856 acusados y 1610 víctimas.

Antonio recuerda que lloraba mucho: “Nos levantábamos a las siete en invierno y en verano, a las seis y media. Íbamos a la capilla a cantar maitines, luego estudio, desayuno, clase, a cantar a misa de doce… Llegó un momento en que le dije al padre Albino que le iba a decir a mi madre que estaba todo el día metiéndonos mano. Fue antes de las navidades, que se pasaban allí. Y creo que pensó: a este mejor nos lo quitamos de encima. Salí de allí el 2 de febrero del 1961, a mitad de curso. Me llevaron al autocar de Larrea, que salía de la hospedería, y me pusieron con una maletita en el kilómetro 27 de la carretera de La Coruña. Me fui a mi casa y al llegar me preguntaron qué hacía allí. Dije que no podía seguir en la escolanía porque había perdido la voz”. Sesenta años después, la ha recuperado para hablar de lo que vivió allí.

[El País: Si conoce algún caso de abusos sexuales que no haya visto la luz, escríbanos con su denuncia a abusos@elpais.es. Si es un caso en América Latina, escríbanos a abusosamerica@elpais.es.]

     DdA, XVIII/3.327     

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