Félix Población
No me parece lo más adecuado el calificativo que he leído hace un rato en
las redes (Tonto del bulo), referido a quienes hacen uso y abuso de
la patraña y se mueven, más que por un estúpido afán de protagonismo, por el
odio político o cualquier otro con tal de causar daño. No lo aplicaría con relación a estos últimos, cuya proliferación e incidencia resultan sumamente peligrosos para el mantenimiento y buena salud de una sociedad cívica y democrática.
Quien dio en llamar Tonto del bulo a esa gentuza
que tanto se prodiga en las redes sociales y que, por su desbocada influencia,
está llegando a afectar a la credibilidad de no pocos medios profesionales de
comunicación, quiso probablemente emplazar la expresión en el mismo molde
fonético y silábico que Tonto del culo o Tonto
del bote, algo esto último que sin duda no se merece aquel retrasado
mendigo madrileño que pedía limosna en los inicios del siglo XIX en el pórtico
de la iglesia de San Antonio de la calle del Prado.
Según recoge Dionisio Chaulié, en el primer tomo del
libro Cosas de Madrid (Madrid, 1886), se trataba de un
"desgraciado imbécil a quien se le conocía con el nombre de Tonto
del bote porque recogía la limosna en un bote de suela que agitaba en
la mano". Chaulié lo recuerda en sus memorias con un sombrero de alas
anchas, un ropón o túnica parda, limpia, emitiendo de vez en cuando una especie
de sonido gutural con el que trataba de llamar la atención de los respetables
feligreses a la entrada o a la salida del templo, según la imagen medieval que
los de mi generación aún llegamos a conocer en nuestra infancia, educada en la
formación del espíritu nacional.
Hasta aquella iglesia del convento de los capuchinos, derribada a
finales de aquella centuria, cuenta Chaulié que se escapó un día de una corrida
que se supone se celebraba en la plaza de la Puerta de Alcalá un toro que hizo
del Tonto del bote leyenda matritense, pues llegado el noble
animal hasta el pórtico de San Antonio del Prado, se detuvo ante el mendigo, lo
olfateó con detenimiento y fuese, por el camino de Atocha, sin que pasara
nada.
No, no se merecen los nefastos patrañeros del odio o la
inquina que tanto pululan por nuestro entorno digital, compararse con
aquel desdichado mendigo cuya memoria sigue entre nosotros merced a Chaulié y
al dicho popular, y al que un astado, libre de la tortura de la tauromaquia de
los cosos, miró quizá con la benevolencia que merecía su desgraciada condición
de pedigüeño discapacitado, como diríamos hoy.
No son Tontos del bulo los de hogaño y mala baba,
gestados en el resentimiento sectario, político o ideológico, no. Más nos conviene llamarlos
gente ruin y encanallada, que diría Cervantes a través de don Quijote, por los muy
mefíticos efectos que pueden traer consigo y ya constan en determinados
ambientes mediáticos, aunque no falten también en ese pródigo gremio cada vez más en alza los que no pasan de ser unos auténticos y sobrados gilipollas
Ante esa peste, que ya está entre nosotros y puede ir a más porque
se da la circunstancia de que no conoce fronteras, deberíamos tener mucho más
en cuenta aquella frase del inolvidable Albert Camus, tan pertinente cuando las
mentiras no dejan de rodar como bolas de nieve cada vez que nos asomamos a la
actualidad informativa en cualquiera de sus vertientes: La libertad consiste, en primer lugar, en no mentir. Allí donde
prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa.
DdA, XVIII/5319
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