jueves, 17 de noviembre de 2022

PARA DERROTAR A AYUSO O AL TRUMPISMO EN GENERAL, LO PRIMERO ES CREÉRSELO



Pablo Batalla Cueto

Hay triunfos clamorosos que, por serlo, contienen la semilla de su propia destrucción. Ninguna victoria es fácil; ninguna se conquista o se mantiene sin esfuerzo, y su condición clamorosa puede llevar a sus beneficiarios a olvidarlo, y a confiarse. Se vence encarnando un sentido común; se pierde cuando uno pasa a creer que se ha vuelto el propietario del sentido común y el sentido común lo seguirá, mascota leal, allá donde camine.

Isabel Díaz Ayuso ganó las últimas elecciones autonómicas en Madrid encarnando un sentido común. Uno innoble, sórdido, claro: pero puede haber sordidez o innobleza en el sentido común. Hubo un sentido común fascista. El sentido común de Ayuso fue en 2021 el “no es para tanto” de la pandemia; la irresponsable satisfacción de los anhelos libertarianos de los confinados. Cañas y terracitas, alegría y normalidad. Se acogía a una de las tácticas propagandísticas generales que impulsan a la ultraderecha contemporánea: abanderar el disfrute. “I just want to grill my steak and drive my car”, vocean los trumpistas en Estados Unidos: dejadme asar mi filete y conducir mi coche. La contraimagen, el receptor del “dejadme”, es el estereotipo de una izquierda sermoneadora, prohibicionista, enfurruñada, enemiga del goce y de la vida; una clerecía ecologista, feminista, etcétera, de la que el dextropopulismo contemporáneo se presenta como el anticlericalismo.

Fue grande aquella victoria, pero Ayuso, sin nadie que le susurre al oído el memento mori que los emperadores romanos escuchaban en la embriaguez de sus victorias grandes, ha acabado incurriendo en el creerse propietaria del sentido común, y por lo tanto invencible. Nadie lo es, y, cuando uno se lo cree, se vuelve temerario, y al volverse temerario, se hace más vencible; da pasos que se pasan de la raya, comete imprudencias que lo debilitan, desencadena el rechazo de la mayoría habitualmente silenciosa, dispuesta, ahora, a alzar el estandarte de la economía moral de la multitud. La manifestación que llenó Madrid el domingo 13 de noviembre en defensa de la sanidad pública, despreciada antes de producirse y contestada, después, con un macarthismo nervioso y demente que resulta ridículo a la vista de la imagen pacífica, festiva y sin banderas que ha visto todo el mundo, expresa un punto de inflexión de este tipo en el devenir del bolsonarismo madrileño. Se le ha arrebatado el estandarte del sentido común: se ha escuchado apoyar la manifestación –o al menos disentir de la reacción histérica de aquellos contra los cuales se convocaba– incluso a sectores del centroderecha liberal. Se les ha arrebatado, también, el de la alegría: fue alegre, sonriente, la convocatoria en pos de una causa transversal, querida; la representación del enfurruñamiento ha pasado ahora a quienes denuncian una formidable conspiración bolchevique. La imagen del cura enemigo de la alegría les corresponde ahora a ellos: un cura fanático, trabucaire, clamando contra el comunismo con el brillo de ojos de un enajenado.

Ayuso ha acabado incurriendo en el creerse propietaria del sentido común, y por lo tanto invencible. Nadie lo es, y, cuando uno se lo cree, se vuelve temerario

A quinientos kilómetros de Madrid, una escena similar se representa en Oviedo, ciudad conservadora con alcalde –Alfredo Canteli– convencido de su propia invencibilidad, y que ha hecho también cosas que violentan un sentido común no exclusivamente izquierdista. La zapatiesta es allá el pelotazo urbanístico que se proyecta para la antigua Fábrica de la Vega; una Ronda Norte que, de construirse, horadará el emblemático monte Naranco y, sobre todo, la desnaturalización de las fiestas patronales de San Mateo por vía de acabar con los chiringuitos de asociaciones y colectivos sociales y culturales, reemplazados –lo que nunca se atrevieron a hacer alcaldes anteriores del PP, pese a disponer de mayorías absolutas aplastantes– por casetas insulsas, asépticas e iguales vinculadas a bares, a fin de satisfacer a la patronal hostelera. Las calles vacías, en noches en que otros años estaban abarrotadas, fueron este verano la mejor prueba del rechazo de la ciudad a la cacicada de su regidor y se habla en la capital asturiana, como se habla en la española, de la posibilidad cierta de que signifique su sentencia en las próximas elecciones.

La izquierda debe estar atenta a estos traspiés, a estas rupturas de la goma temerariamente estirada del sentido común, y preparada para aprovecharlos; preparación que requiere, para empezar, no caer en el pesimismo de creer, ella misma, invencibles a sus enemigos. Se pudo derrotar a Trump, Kast o Bolsonaro –con amplias convergencias de todo lo que va de la derecha civilizada al socialismo democrático–; se podrá derrotar a Ayuso o a Canteli. Lo primero es creérselo.

CTXT  DdA, XVIII/5.310

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