Javier Valenzuela
“Este país es para los hijos de los dueños”, concluye el
desencantado Manuel, interpretado por Miguel Herrán, hacia el final de la película Modelo 77.
El comentario se sitúa en la segunda mitad de los años 1970, cuando la incipiente
transición hacia la democracia comienza
a revelar sus limitaciones. Los cambios iban a ser limitados y en ocasiones
meramente cosméticos; el auténtico poder seguiría en manos de los que
lo habían conquistado en la Guerra Civil y mantenido durante la dictadura
de Franco.
Modelo 77 es una película notable. Dirigida por Alberto
Rodríguez, de buena factura cinematográfica y sólidas interpretaciones, cuenta
una de esas historias de la transición que la memoria oficial ha enterrado: la lucha
de los presos comunes, agrupados en COPEL,
para conseguir tanto la mejora de las condiciones de vida en las cárceles como
una revisión de sus muchas veces injustas condenas por tribunales franquistas
que aplicaban leyes franquistas.
Ya sé que películas o novelas de este
tipo desagradan mucho a las derechas carpetovetónicas por meras razones
ideológicas, nunca técnicas o artísticas. Como jamás han llegado de veras a
condenar en sus mentes y corazones el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y
la posterior dictadura franquista, les irrita que se cuente el siglo
XX español. No tienen, en cambio, nada que
reprochar al cine estadounidense y sus incontables productos sobre la guerra de
Vietnam, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil de 1861-1865 y hasta el
Salvaje Oeste. Quizá ni tan siquiera les molestaría una película de Hollywood
sobre un motín en Alcatraz.
Casi medio siglo después de los hechos
recreados por Alberto Rodríguez, mucha de nuestra actualidad política y social
sigue protagonizada por esos “hijos de los dueños” mencionados por Manuel.
Hijos –ahora más bien nietos- de los amos no solo en el sentido biológico, sino
también en el ideológico, político y económico. Retoños también de sus servidores, que se contaron por
millones entre 1936 y 1975. Y, fenómeno este más nuevo, aspirantes a formar
parte de semejante casta.
Son los que se disfrazaron de
medievales en la carnavalada de Vox del pasado fin de semana, y los que en ese
acto proclamaron explícitamente su deseo de volver a 1936. Son los cayetanos
del madrileño Colegio Mayor Elías Ahuja, que llamaron a gritos “putas
ninfómanas” a sus vecinas de un centro femenino, un suceso que algunos justifican en la tradición. Pues no,
mencionar la tradición no es de recibo en un debate racional, la tradición no
justifica una mierda. También eran tradicionales los combates de gladiadores,
el derecho de pernada de los feudales, la esclavitud de los negros, el toro de
La Vega y partirle la cara a la novia o esposa porque ella sabrá el motivo.
Son señoritos, y crecidos, ciertamente,
desde que Aznar irrumpió en la escena española disfrazado del Cid Campeador. No
es otra cosa el sinvergüenza Enrique Ossorio, vicepresidente de la Comunidad de
Madrid, que se convierte en portavoz de unas víctimas con las que nunca ha
hablado al sentenciar que ya han superado las muertes de sus padres y abuelos en las residencias tuteladas por el Gobierno de Ayuso
durante la pandemia del covid. Y también lo es su jefa, Isabel Díaz Ayuso, que
vive en el sótano de una taberna de la ignominia en la que siempre cabe una
planta más. Ayuso, por supuesto, está a favor del tal Ossorio y los machitos
del Elías Ahuja.
A esa misma estirpe de rancio abolengo
pertenece Moreno Bonilla, el tipo
que pasa por moderado porque habla poco y pone cara de hogaza. Me refiero al Moreno Bonilla
que les perdona 900 millones de euros en impuestos a los
ricos de Andalucía para, acto seguido, pedirle al resto de los españoles 1.000
millones a fin de combatir la sequía en su comunidad. Y de la misma catadura es
el cacique gallego Feijóo, que se niega a renovar el poder judicial para que
allí sigan mangoneando los magistrados conservadores adictos al puro, el coñac
y las corridas de toros. Es el mismo Feijóo que va metiendo el miedo a la gente
diciendo por los platós amigos –todos o casi todos- que el Gobierno de España
va a subir una barbaridad los impuestos, sin añadir que no a todo el mundo,
sino solo a los ricos. Fakejóo le
llama con atino Aníbal Malvar.
La mayoría de los españoles no vivieron
la transición, hablan de ella a partir del relato propagandístico
oficial. Solo los que tenemos más de 60 años
pudimos vivirla en vivo y en directo. Y muchos recordamos que fue más
sangrienta de lo que se cuenta y que no fue protagonizada solo por Juan Carlos
y un puñado de políticos, sino por masivas movilizaciones populares. Recordamos
también que dejó sin satisfacer buena parte de las aspiraciones mayoritarias.
La correlación de fuerzas era la que era.
De eso habla Modelo
77 desde el interior de la entonces principal cárcel
barcelonesa. Es, ya lo dije, una buena y entretenida película. A mí me gusta el
cine español, creo que, con recursos diez o cien veces más limitados que
Hollywood, consigue estar entre los diez o quince mejores del planeta. Hay
artes en las que los españoles somos muy buenos, la pintura, la literatura, la
gastronomía o el cine, por ejemplo. Nuestro cine hace reír en muchas comedias y
estremece en muchos dramas. Me gusta que cuente bien historias de un
pasado reciente y aún vivo, como en
La trinchera infinita, interpretada por Antonio de la Torre. O historias del
presente, como lo hace En los márgenes, dirigida por Juan Diego Botto y escrita
por él y mi admirada colega Olga Rodríguez.
A los que no les guste nada de esto, les sugeriría, sin la menor acritud, que se fueran a Budapest. Es una ciudad bonita y ahora más bien facha.
InfoLibre DdA, XVIII/5.285
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