Maximino Álvarez
“El dolor de una madre, en su última noche"
Se habían ido las visitas, el tema del aborto iba mal, rematadamente mal, no dejaba de sangrar, se había convertido en un manantial de rojo líquido, que pugnaba por manar, con un encono inusitado, digno de mejor causa. Por mucho que disimule el doctor Mosquera, y quienes bien la quieren, traten de engañarla y engañarse, y se aferren al clavo ardiendo del cicatero milagro y no pierdan del todo la esperanza, ella sabe mejor que nadie, que no hay quien detenga la hemorragia, en su fuero interno piensa que está sentenciada y cavila que ha llegado su hora final:
--¡No hay remedio! ¿Señor, cuántas horas me quedan?
El viento arreciaba en la tarde-noche invernal, aunque a ella poco o nada parecía importarle, su mente estaba en otra guerra, empeñada en un maratón contra el reloj, de recuerdos y pensamientos atropellados, era consciente que tenía el tiempo más que tasado:
--Solo me resta el rezar… pero tengo tan pocas ganas ¡Virgen del Cébrano! Soy religiosa pero creo que esto no es justo. ¿A quién ofendí, para merecer tan gran castigo?
No siente dolor por la muerte en sí, es el desamparo con que deja detrás de ella aquellas dos criaturas, cuando más la necesitaban, el marido con el tiempo podrá rehacer su vida, pero le martiriza una pregunta en las sienes, que parecen a punto de estallarle:
--¿Qué será de mis tiernos corderillos, tan solos? Sin una mamá que los cuide y proteja… ¡que los ampare y cobije bajo el cálido manto de una madre!
Hoy precisamente se despidió de su frágil y diminuta pareja de alondras, y menos mal que ellos no son conscientes, por que sería para volverse loca. Con el corazón en un puño, rogó los llevasen con las abuelas, unos besos nada más. Siempre fue callada, de hablar poco, de querer en silencio, pero en aquellos momentos sintió vivos deseos de darse a las voces, chillar histérica, llorar a moco tendido ¡si no tuviese ya los ojos tan resecos…!
Por la tarde el sacerdote del hospital le administró el viático, que recibió con devoción, aunque le quedó un cierto resentimiento interior, que le restó ánimos para atender al rezo del rosario con las hermanas, costumbre enraizada de bien niña, de una madre más que religiosa, beata.
No hace ni un mes que había cumplido los treinta y un años, nunca fue miedosa pero ahora la invade un terror difuso, por ellos, por ella, por todos, tiembla como una cañavera y siente el frío calándole los huesos, tan solo de pensarlo se le encoje el alma; quisiera tener –aunque fuese un instante- una ventana al futuro. Con los ojos cerrados bien podría hacerse una idea, imaginarlo: Los percibe perdidos en el monte, apenas guarecidos de la lluvia y el viento, al pie de un árbol, solos en la compacta oscuridad de la noche y ella distante, sin poder guiarlos ni cogerles de la mano. En el fondo siente que les está fallando, se dice que es misión sagrada de toda mujer decente, el cuidar de su prole y ella por una parte se ve obligada, por la otra impotente, de comportarse como una buena madre, como hubiera sido su deseo.
¡Que noche tan larga! las monjas vienen y van, cambian vendas, mudan la cama, mientras la vida chorro a chorro se le va, no tiene ganas de dormir y quizá en el fondo fuese un alivio, el poder cerrar los ojos y dormir sin volver a despertar.
Estaba convencida que su existencia llegaba a término. Se figuraba que la muerte aguardaba apostada con su fiera guadaña, detrás de la puerta. Nadie se crea que por el hecho de morirse uno, va dejar de salir el sol para los demás. Cuando hay vida, se piensa, que un día, tras un plazo prudencial de preparación, entraremos con el turno cumplido, en la sala de espera del umbral de la despedida. Es la ley fatal, prevista y aceptada sin remedio; tanto, que solemos dejarnos llevar por la imaginación y nos encaramamos a ese momento -supremo si lo hay- en que lanzamos el último suspiro.
Pero entre el supuesto instante y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, esperanzas y dramas nos superan en nuestra peregrina vida! Ahora alcanzo a comprender lo que le reservaba el destino a una madre como Gina, lo rápido que cambian las tornas –digamos que en el plazo de una semana- en lo que era una existencia llena de vigor, antes de abandonar el escenario del drama humano. Será éste el consuelo y la razón de vernos engolfados en nuestras divagaciones mortuorias: Cuando nos sentimos con fuerzas ¿Tan lejos vemos la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún? ¿Aún...? ¡Que sarcasmo! No contamos con que desde que nacemos apenas nos alejamos un palmo, del canto de la sepultura, que nos aguarda artera, esperando nada más que un leve tropezón de nuestra parte.
No pasan los minutos, la semipenumbra de luz artificial, lo mismo que la oscuridad que le llega desde la ventana, continúan igual no avanzan ni un milímetro. En su desesperación tiene ganas que llegue la mañana y a fin de cuentas: ¿para que? Le molesta la atroz sequedad de la garganta, esto cada vez se torna más duro, se cansa de beber agua, le invade una cruel somnolencia cargada de recuerdos a cuestas. Serían las dos de la madrugada cuando notó el periódico resplandor del faro de Torres que paseaba su luz por las ventanas, hasta la misma luna le quiso hacer un guiño de despedida, asomando su brillante faz detrás de una nube.
Poco a poco la alborada desplaza y borra la noche, sintió los primeros tranvías, el canto lejano de un gallo le trajo alegres recuerdos del pueblo, cuando bien pequeña –antes de ir a la escuela- era levantada de la cama para arrimar las ovejas y las cabras a pastar en la falda de peña Sobia y lo feliz que había sido escuchando el silencioso despertar del pueblo correteando por sus cuestas caleyas. Y la cabra que había traído con ella a la ciudad, de casa de sus padres, para darles leche a sus criaturas.
Sigue el aire fresco, arrecia la llovizna fina, en las ventanas se comienza a dibujar con un brochazo apresurado y gris la amanecida, continua la doliente con los ojos muy abiertos, intentando ver más de lo permitido, de la que calcula será la postrer jornada en este valle de lágrimas, sigue en reposo y se revela ¿a cuento de qué? Se dice que tiempo tendrá cuando se vaya para estar quieta, aunque las fuerzas se van agotando y apenas le permiten ya moverse.
Hubo unos momentos en la noche, en que se consideró una niña recostada en el regazo amoroso de una madre muy dulce, el cuerpo le pedía el no luchar más, abandonarse, dormir y dormir, sumida en una borrachera que convertía los objetos de los alrededores, en tonos amarillos y blancos, se sintió bien y creyó por unos instantes, que era el anticipo de la felicidad que le esperaba en el cielo, si es que se había hecho merecedora de entrar en él.
Todavía pudo escuchar el concierto de sirenas de las fábricas llamando al trabajo, el ruido de los motores de las lanchas pesqueras, la marea romper contra las rocas cercanas. Cascos apagados de caballería arrastrando un carro del que pensó que seguro sería el lechero, que baja de las quintanas de Jove a repartir y vender su preciado alimento.
Llega el marido apresurado y nervioso, toda la noche estuvo dándole vueltas al asunto y maldiciendo su suerte, recordando cuando el médico les decía que todo iba bien ¡Ya se ve! Ayer la dejó muy mal y hoy la encuentra aún peor. Aunque en un supremo esfuerzo trate de animar el gesto se la ve agotada, pálida con un tono azulado, presiente que llega su fin, que está viviendo los últimos instantes de alguien muy querido, de esos gestos parcos, de la voz suave que irradia humildad, timidez y vergüenza. Trabajadora y siempre animosa, como persona más que un ángel, no veía los defectos de los demás y si acaso trataba de justificarlos diciendo que cada uno es como es y no hay más remedio que tomarlo así, ni más vueltas que darle. Cuerpo menudo, ojos castaños y dulces, pelo ondulado, manos con dedos cortos y fuertes. Hace un repaso inconsciente y la ve en pasado, siente que por momentos se le escapa de entre las manos, y hasta injuria el día en que se les ocurrió abandonar el pueblo en coche de línea y tomaron el tren en la estación del Norte de Oviedo, rumbo a Gijón.
Con un hilo de voz se despidió, fueron sus últimas palabras:
--En cuanto puedas prométeme que los recuperarás…
No esperó la respuesta, ni hizo falta cerrarle los ojos, los párpados sin sangre ellos mismos se bajaron, no pronunció ni un ¡ay! se quedó dormida para siempre, como un gorrión encantado por la pérfida serpiente…
DdA, XVIII/5.264
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