jueves, 18 de agosto de 2022

SE MUERE UNO A CACHOS

El año que viene hará ya trece que murió en el invierno Ángel González, el poeta contemporáneo al que posiblemente más leyó y admiró este Lazarillo, junto a Caballero Bonald, también fallecido. Podría seleccionar, por eso, no pocos de los poemas que más me gustan del autor ovetense. ¡Los he llevado tantas veces conmigo durante mis paseos en bicicleta por los campos...! Otras tantas los he leído en voz alta, tal como debe sonar la poesía para que se adentre en quien abre un libro que la contenga y quiera dejarla sonar en el aire. La poesía nació para tener voz y darle voz, sobre todo en los tiempos oscuros, porque también los versos alumbran. Supongo que en todos los tiempos hubo basura o nadería propia de los tenores huecos que se hizo o la hicieron pasar por poesía, pero antes y ahora nunca se podrá engañar a quienes la leen y tienen muy arraigada la razón y la emoción que le dan sentido. Este poema de Ángel es quizá uno de los que más he leído en los últimos años. Siempre lamentaré que su ciudad, Oviedo, no haya sido más generosa con su obra y memoria:


Se muere uno a cachos,/sin percatarse de que la cosa se acaba./Es la historia de siempre./La alegría iza su bandera en un costado/y la tristeza planta un agujero/en el otro para levantar la suya./Da miedo toda esta sórdida/maquinación de las sombras./Porque tienen que ser las sombras/las que nos acechan tanto./Las que hacen que nos duelan las muelas/que de pronto se nos han puesto levantiscas/y andan muriéndose en nuestra boca/sin que le hayamos dado permiso./Vosotros, mis amigos, deberíais saber que,/aunque estornude, soy un cadáver./Se me nota en el ancho inédito de un ojo./Lo tengo más abierto que de costumbre./Como si hurgara la luz y buscase/un argumento con el que rebatirla./Me muero porque el mal me va ganando./Es el mal, oh amados míos,/el que nos derrota fatalmente./Si la bondad existiera en el mundo,/si no hubiese tiranos,/ni ganasen las batallas los de siempre,/si los tahúres vieran cómo se pudren/todos los ases que esconden en la manga,/si Dios estuviese más al quite/y nos librase de algún quebranto,/no moriríamos nunca./Lo he dicho bien claro:/no moriríamos nunca./Todo sería suave y el aire/sería aire de verdad/y el paisaje cometería/la imprudencia de desdecirse/como un ángel inútil que lee poetas griegos/a la caída de la tarde, cuando las novias/se acicalan para los besos./Así que morir no lo es todo./Ni lo es Dios ni la gana/que tendrá de que pierda pie/y me dé de bruces con la eternidad.

   DdA, XVIII/5.244   

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