Carlos Taibo
Perdonen la chapa de hoy, que remite a una materia sensible para mí. Me refiero al hecho de que hay quienes piensan que escribo demasiado o, al menos, que publico demasiados libros. Seguro que tienen razón. Doy por descontado -lo dejaré claro- que sin mis libros el mundo no sería peor. Aun con ello, dejen que, sin demasiada convicción, me medio defienda y ponga algún punto sobre las íes.
Primero. Escribo menos, mucho menos, que la mayoría de nuestros 'líderes de opinión', acostumbrados a entregar a la imprenta un artículo diario, o varios, y a publicar sesudos y mediáticos libros. Ya me gustaría ser como ellos, pero desgraciadamente me echaron de los cuatro periódicos en los que escribía tres lustros atrás, tengo mala relación -a esto habrá que referirse algún día- con la prensa de la 'izquierda progresista' (léase con retintín) y, en general, a los medios no les intereso. Saben que vivo anclado en el siglo pasado. En el XIX, claro.
Segundo. No soy lector de revistas o de webs, y sí lo soy, en cambio, e insaciable, de ese objeto maravilloso que son los libros. Tal vez por ello me empeño en trabajar -soy muy trabajador- en estos últimos, en la certeza de que por lo común ofrecen argumentos más redondos y serios que los que aportan aquellas. No hay color entre un libro, por modesto que sea, sobre el Marx tardío o sobre el ecofascismo y un par de artículos rápidos que rescatan uno u otro debate. Así, y de paso, me libero de muchas de las broncas, cada vez más deleznables, que se abren paso en las redes sociales.
Tercero. Procuro -creo que con razonable éxito- que mis libros se ocupen de materias de interés, tengan unas dimensiones asequibles, desplieguen un lenguaje comprensible y huyan de la pedantería al uso y de los malos hábitos académicos. Si -estoy seguro- menudean quienes piensan que escribo demasiado, no es frecuente, en cambio, que se afirme que un libro mío es malo o superficial. Cuando, pese a ello, se enuncia un argumento como este último, sospecho -de manera ciertamente generosa para mí mismo- que lo que en realidad se está diciendo es que no se simpatiza con las tesis que defiendo.
Cuarto. Lo que un ojo inexperto puede identificar como un libro nuevo es a menudo una reeedición, o una actualización, de una obra de tiempo atrás. Aclararé que comúnmente no soy yo quien busca esas fórmulas, que son, antes bien, el producto de las miserias que rodean el trabajo de las distribuidoras.
Quinto. Mis libros se reeditan -cierto que las tiradas no son altas-, se publican con profusión en América Latina y, de vez en cuando, se traducen a otras lenguas. Y eso que no disfruto de apoyos económicos y mediáticos, ni mayores ni menores. Alguna virtud tendrán. Agradecido, muy agradecido, tengo que estar a quienes se acercan a ellos, en la edición y en la lectura.
Sexto. La mayoría de esas obras -hay alguna excepción- llevan una licencia Creative Commons. No he cobrado una sola piastra por las editadas fuera de la piel de toro. Y las publicadas aquí mismo para poco más me han dado que para hacerme con los libros que preciso para perfilar lo que escribo. No soy, con toda evidencia, Pérez-Reverte. Y, aunque quisiera, no podría vivir de esto.
Séptimo. Me parece que mi mayor aportación, acaso la única, en términos de miles de horas de trabajo voluntario, al acervo de quienes quieren construir un mundo nuevo son, vaya por dónde, y pese a su modestia, mis libros. Ello es así, no sin paradoja, por mucho que puedan llevar razón quienes estiman que en esa aportación despuntan a menudo los excesos. Pido disculpas por ellos.
DdA, XVIII/5250
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