Luis García Montero
Veo caer el sol en el mar y siento que la naturaleza se despide del mes de agosto.
La luz rojiza en la raya del horizonte, el agua dormida en un violeta oscuro y
el cielo cada vez más apagado escriben la palabra final. Mientras camino por la
orilla, las huellas se quedan marcadas en el final del día, el mes y las
vacaciones. Pero la arena de los sentimientos es movediza, está bañada por las
olas y de una cosa se pasa a la otra para llevar la melancolía a un subterráneo
de finales diferentes, el ocaso, la vejez, un tiempo que se agota, una época
quebrada, un sueño roto, un amor perdido, una muerte. Saber que el sol volverá
a salir mañana es una forma de consuelo.
En la naturaleza sólo está el final del
día y el final de agosto, pero el ser humano pone en su mirada sobre el mundo
todas las cosas que lleva dentro. Los símbolos y las metáforas suponen un acto
inevitable de complicidad que nace de la conciencia. Desplazamos a la naturaleza nuestras inquietudes,
estados de ánimo que se identifican en su vaivén con la
primavera o el otoño, el amanecer o la llegada de la noche, un valle o un
bosque, una mañana de sol o un día de lluvia. También el aburrimiento encuentra
cielos grises y paralizados en una ventana, y las dificultades acuciantes
acomodan su frío a las sílabas del invierno.
La naturaleza está ahí, formamos parte
de ella, por eso la utilizamos para hablar de nosotros… O simplemente para
poder hablar. Hay cuestiones que sólo se comentan en una intimidad extrema.
Opinar con sinceridad de una persona querida tiene con frecuencia el sabor de
la deslealtad. No me ha gustado su libro, no me parece bien lo que el niño está
haciendo, creo que es injusto, se va a estrellar, se equivoca… Hay errores de gente muy cercana que mueven más a
la tristeza que al enfado. Sobre ese tipo de errores sólo se
puede hablar con alguien que comparte nuestra propia historia con una intimidad
extrema. Sólo así una confesión sincera no parece un desahogo traidor. Cuando
uno pierde el tesoro de la intimidad radical, sólo es posible hablar de ciertas
cosas con la naturaleza.
Caminar por la orilla a finales de
agosto tiene mucho de conversación. El monólogo silencioso discute con las olas
como el viento al pasar por las ramas de los pinos. Ocurre esto, pero hay que
tener en cuenta que…, tal vez lo conveniente sea…, en cualquier caso lo mejor…,
ya me acuerdo, no, no quiero decir eso… Ahora hay momentos, con el atardecer y
la palabra final por medio, en los que sólo puedo mantener una conversación con la naturaleza.
Y como me conviene salirme de mí mismo,
mientras camino y dejo huellas en la arena, me pongo a pensar en otra cosa. No
es lo mismo mantener una amistad íntima que establecer una relación prepotente
de dominio. Las metáforas y los símbolos nacen cuando nos identificamos con la naturaleza, no cuando la
devoramos como si fuese una mercancía que podemos consumir
sin escrúpulos para arrojar después sus huesos al cubo de la basura. La falta
de respeto a la naturaleza tiene mucho de negación de la palabra, de grito,
racismo, violencia machista, avaricia sin escrúpulos, afán autodestructivo o
egoísmo absoluto. La deslealtad contra nosotros mismos y contra los demás. Una
metáfora es fuerte cuando sabe que va a perdurar más allá de la propia mirada,
de generación en generación. Aunque nos hable de la pérdida de un tiempo, el
sol que cae volverá mañana, y agosto volverá el año siguiente, y la naturaleza
seguirá con sus ciclos a lo largo del tiempo. El instinto devorador pierde la
conciencia del mundo heredado, se concentra en un instante, no se preocupa de
las temperaturas, las orillas, los ciclos de las mareas, los bosques quemados.
¿Qué metáfora estamos haciendo para
definirnos? El bosque
quemado: una buena metáfora para la naturaleza que se queda sin naturaleza,
para las consecuencias del impudor, la avaricia y el odio, para el nuevo
analfabeto que ya se lo sabe todo, para el ser humano sin humanidad.
InfoLibre DdA, XVIII/5.251
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