Valentín Martín
Me
entero esta mañana de que se ha muerto Mosquete, el periodista que a los 34
años dirigía un periódico de mi tierra y un tópico en sí mismo. Porque cuando
estaba Mosquete al volante del diario de la Plaza de la Fuente, ya sucedían
cosas. Por ejemplo: yo, por los veranos, como todos los días en el restaurante
de mi amigo Pedro San Macario. Por el Alameda de Pedro - hotel y restaurante-
han desfilado durante 8 años músicos y poetas que vinieron de lejos camino de
mi pueblo. Luego se han marchado a sus casas con una maleta cargada de
esperanza. Y más gordos.
Pues estando yo a la mesa, mientras Olga me desgranaba consejos sobre la recua de platos que podía comer, al lado dos matrimonios hablaban sobre las noticias del día. Y un espectacular renunciamiento por parte de uno de ellos al abandonar la costumbre de leer el periódico que dirigía Mosquete porque Mosquete era comunista. Digamos ya que Mosquete era más joven que yo. Pero teníamos de comunistas lo mismo: nada. Ya veis que las redes sociales no han inventado nada, quieras o no quieras cargas con el muerto y no hay dios que te quite el muerto de encima. Como a Mosquete.
Eran
tiempos en los que Malén, José Antonio Gabriel y Galán y yo mismo tratábamos de
llevar a buen puerto una nave de periódicos y emisoras de radio con un sólo
destino: desaparecer con dignidad. No valía el romántico ideal de una cadena de
medios de comunicación al servicio de los ciudadanos y libres de la
manipulación de los grandes poderes en torno al dinero. Lo de que el periódico
fundado por José Antonio Primo de Rivera acabase los tres últimos años de su
vida dirigido por Comisiones Obreras y UGT, tampoco sirve. Estoy de acuerdo
totalmente con el diagnóstico de Pablo Iglesias, víctimas él, su mujer y su
partido de una obscena campaña por parte de los grandes imperios mediáticos.
Pero no sé cuál es la solución.
Porque,
incluso desde el punto de la intendencia, los medios de comunicación públicos -
aún en el caso de que saliesen ilesos de la contaminación gubernamental-
siempre compitieron en desventaja. Un gasto superior a 7.500 pesetas exigía la
aprobación y firma del interventor del Estado. ¿Promociones? Prohibidas. Los
periódicos no tienen horarios, los interventores del Estado, sí. Los periódicos
no son fábricas de tornillos, los interventores, sí. Los periódicos no son como
esa carnicería a la que Ayuso le concede la compra-venta de mascarillas o la
contratación de máquinas quitanieves. Los periódicos son una cosa extraña para
la esclerosis de gente sin agilidad mental o unos gramos de locura. Desde el
punto de vista informativo, los directores se veían obligados a una eterna
lucha con los subsecretarios. Y así podíamos estar enumerando diques hasta que
nos den las claras del día.
Cuando
oigo ahora el burdo libertad o comunismo de Ayuso, me acuerdo de Mosquete. Y de
la rutilante aventura de hacer periódicos.
En
noches como aquellas se presentaba en mi despacho la nieta de Rubén Darío
queriendo escribir de caballos. Pese al amor hacia su abuela Paca yo tenía que
negarme, porque darle ese espacio suponía quitárselo a El Duende, y El Duende era
un milagro del realismo mágico que teníamos en nómina. Cuando yo me despedí de
la dirección del periódico, El Duende lloró. Quiero creer que no fue porque yo
le había subido el sueldo.
Mosquete, comunista. A este país no lo salva ni Dios, porque una y otra vez se repite a sí mismo. Cuando hubo elecciones después de medio siglo de dictadura, Adolfo Suárez se presentó sin programa ni partido. Pero le bastó con una ayusada: ¡que vienen los rojos! - gritó. Y alcanzó la victoria. Luego empezó el rosario de traiciones, muy bien escenificadas en Fernández Ordoñez corriendo al teléfono al acabar el consejo de ministros para contarle a Felipe González todas las deliberaciones secretas. Y yo mismo podría escribir una enciclopedia con las cuestiones debatidas en consejo de ministros, que son secretas.
No hacía
falta la muerte de Mosquete para acordarme de un amigo que se ha ido a morir
lejos, en la tierra que más amó. El 7 de julio, a las 12:50 nos dijimos las
últimas palabras. Un hombre muy culto, con un sublime sarcasmo, estuvo hasta el
final aquí. Me queda el regusto de oírle su lamento por habernos encontrado y
querido tan tarde. Detrás queda su vida que aún dura. Y la más hermosa historia
de amor que yo he conocido.
DdA, XVIII/5219
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