Silvia Cosio
Un crimen sin resolver es una herida que nunca acaba de cicatrizar, un
atentado contra el sentido común que nos dice que todo delito ha de tener su
castigo y es también una puerta abierta a la especulación y la sospecha, a la
rabia y la indignación. El 19 de abril de 1976, un incendio en el número 4 del Campo
de las Monjas, en el barrio xixonés de Cimavilla, sirvió de
detonante para la rabia de toda una comunidad que al grito de “Justicia” salió
a la calle a dar la cara por uno de los suyos, Alberto Alonso Blanco,
más conocido como Rambal.
Cualquiera que se dé un paseo por el barrio de Cimavilla, si presta algo de atención podrá ver, más allá de los míticos bares que forjaron el Xixón Sound, los restos romanos y la invasión de Airbnb, las cicatrices de un barrio marcado durante más de dos siglos por la miseria. Verá un barrio de pescadores y cigarreras, pobre y aislado del resto de la ciudad, y esto es precisamente lo que le confiere su carácter peculiar, lo que la gente de esta ciudad llama “lo playo” -que no deja de ser una forma de ser pobre pero también orgulloso-, aunque una de sus carácterístecas más destacables es que siempre fue un barrio dominado por las mujeres. Es fácil caer en el mito del barrio alegre y correr entonces el peligro de glamurizar unas condiciones de vida precarias y al límite: Cimavilla contribuyó con aportaciones vecinales a levantar un monumento a Fleming porque la penicilina salvó la vida de cientos de niños y niñas del barrio, que tenía unos índices escandalosos de mortalidad infantil a causa de la tuberculosis. Aunque todo mito tiene su parte de verdad, hay en la forma de encarar la vida de los playos y las playas un descaro y una alegría propia del que sabe que no cuenta para los de arriba, las vidas de sus habitantes son vidas marcadas por la pobreza, la enfermedad y la precariedad. Pero también es una comunidad de solidaridad vecinal, de resistencia a la miseria y de disidencia vital a la normatividad uniforme y castradora del franquismo. Cimavilla siempre se situó en el límite -geográfico, mental, moral- de Xixón. Por el barrio se extendían como hongos los clubs de alterne para que los señores de la zona baja de la ciudad pudieran sentirse a salvo de miradas indiscretas. Y es en este ambiente en el que nace y se cría Alberto Alonso Blanco, hijo de Concha “La guapa”, más conocido como Rambal, nombre que se pone en honor al actor Enrique Rambal. Rambal era playu, pobre y abiertamente gay. Vivía en la precariedad, haciendo pequeños recados a las vecinas y a las trabajadoras sexuales a cambio de alguna propina, actuando en la calle y cantando a Marifé de Triana por cuatro perras en clubs, haciendo lo que antes se llamaba “transformismo” y hoy llamaríamos drag. Una vida al límite de la subsistencia pero también al límite de la integridad física. El franquismo se sostuvo ejerciendo una represión brutal contra todo tipo de disidencias: políticas, sexuales… Rambal entretenía de noche a los mismos que de día podian insultarlo, golpearle, denunciarlo o encarcelarle y que seguramente acabaron asesinándolo.
Rambal vivía abiertamente su sexualidad en un ambiente relativamente
protegido, el del barrio de Cimavilla, un gueto de pobreza y apoyo solidario
vecinal en el que se sentía querido y respetado. Rambal era tolerado en los
ambientes nocturnos del resto de la ciudad, en donde se le veía como una figura
peculiar y divertida, alguien que servía de entretenimiento, alguien del quien
reirse. El franquismo desde los sesenta trataba de lavar su imagen jugando a
dar una falsa apariencia de apertura mientras controlaba con mano de hierro
todos los aspectos de la vida de los españoles. El prototipo de homosexual,
apolítico y artista, se utilizó como alivio cómico pero también como
advertencia moral y fue relativamente tolerado por el régimen. Sin embargo,
estas vidas disidentes, siempre en peligro de que se les aplicara la Ley
de Vagos y Maleantes, siempre rodeadas de burlas y violencia, demostraron
una resistencia y una dignidad de la que carecían los defensores del
régimen. El franquismo fue implacable con los homosexuales, la Ley de Vagos y
Maleantes de 1954 llevó a la cárcel y a los manicomios a miles de personas por
su condición sexual, pero la homofobía no era exclusiva del franquismo, la ley
del 54 bebía directamente de otra ley de 1933 y transmutó en Ley sobre
peligrosidad y rehabilitación social en 1970. Ni el indulto de Franco de 1975
ni la amnistía de 1976 incluyó a los presos encarcelados por su condición
sexual. La Ley de 1970 estuvo en vigor hasta 1995 y, aunque nunca se aplicó en
democracia contra las personas homosexuales, el mero hecho de que se
considerara socialmente aceptable que siguiera en vigor generando inseguridad
jurídica a una parte de la ciudadanía simplemente por su condición sexual, es
una evidencia del arraigo de la homofobia en las instancias públicas pero
también en la sociedad española. En este ambiente de represión, falta de
libertades, miedo, inestabilidad y precariedad vivía Rambal. Abandonado por las
instituciones, sobrevivía, al igual que el resto de la clase obrera durante la
dictadura, gracias a las redes de solidaridad vecinal. Hasta la madrugada del
19 de abril de 1976.
La última noche de Rambal está bien documentada: pasa la tarde acompañado
de una pareja y sus dos hijos, primero en un bar llamado El
Ronchel y después en La Habana. Sobre la medianoche el
grupo decide dar la velada por acabada pero Rambal da media vuelta porque ha
olvidado su chaqueta dentro. Al salir lo hace acompañado de un joven de
unos veinte años de pelo castaño claro y rizado. La pareja que acompaña a
Rambal tiene la impresión de que este y el chico se conocen y de que el joven
está enfadado con Rambal, de hecho escuchan a este pedirle a su joven
acompañante que no le riña en la calle. Sin tener muy claro qué es lo que deben
hacer, al final deciden despedirse e irse a casa. Pocos minutos después otro
vecino del barrio se cruza con Rambal y el joven desconocido, la pareja parece
claramente disgustada el uno con el otro y el vecino, temiendo parecer un
cotilla, no se atreve a preguntarle a Rambal si todo va bien. Sobre las doce y
media de la noche, dos niñas que viven en el edificio contiguo al de Rambal
escuchan a alguien pedir auxilio y se lo cuentan asustadas a sus padres; estos,
pensando que es su hijo pequeño, corren al piso de arriba, pero el niño duerme
plácidamente y aliviados se van a la cama. Unas horas más tarde el Campo de las
Monjas, hoy plaza Periodista Arturo Arias, es un completo caos: el
número 4 está en llamas y los bomberos, tras sofocar el incendio, encuentran el
cuerpo sin vida de Rambal, tendido en su cama sobre un montón de ropa,
apuñalado con un estilete.
La investigación comienza con mal pie, los bomberos al apagar las llamas
destruyen la mayoría de las pruebas y, a pesar de contar con varios testigos,
los investigadores son incapaces de localizar o siquiera identificar al joven
que discutía con Rambal la noche de su asesinato.
La Brigada de Investigación Criminal trabaja con la hipótesis de un crimen pasional, de una discusión entre amantes, sin embargo la investigación se paraliza porque la prioridad del Gobierno Civil es la de contener el Primero de Mayo: puede que el dictador Franco estuviera muerto pero el régimen seguía peleando por mantenerse en pie. No tardarán en darse cuenta de que tendrán que adaptarse para sobrevivir.
Con la investigación en punto muerto los rumores se disparan. En Cimavilla
y en el resto de Xixón la gente tiene claro que la policía está encubriendo al
asesino porque este es el hijo de un concejal de Avilés. Cuando la
policía retoma el caso es demasiado tarde, se sigue la pista de un supuesto
asesino en serie después de que otro hombre fuera asesinado de manera similar
en Santander. Pero esa línea de investigación tampoco conduce a nada. En el año
2016, Gonzalo Casado, que formó parte de la investigación, declara
en El Comercio que los asesinos de Rambal son dos
hermanos de Cimavilla pero que nunca pudieron reunir las pruebas necesarias
para detenerlos. Estas declaraciones son acogidas con verdadero escepticismo,
en torno al caso se ha forjado ya una leyenda negra que es difícil de rebatir
pues en ella se mezclan los rumores pero también los temores y las vivencias de
un pueblo sometido a una dictadura que protegía a los suyos mientras se
mostraba indiferente ante las vidas y penas de todos los demás.
Quizás conscientes desde el principio de que la muerte de Rambal nunca va a
tener respuesta, los vecinos de Cimavilla abarrotan el Campo Valdés. Una de las
coronas exige “Justicia para Cimadevilla”. El funeral se convierte en un
homenaje público y orgulloso en memoria de un hombre querido y respetado, pero
hay rabia contenida y la conciencia de que no hay interés por parte de las
instituciones por hacer justicia a Rambal. El asesinato sin resolver de
Rambal fue, durante décadas, una herida abierta en el alma de Xixón, una ciudad
obrera que entendió que las vidas de los suyos tenían menos valor que la
reputación y la seguridad de las élites. Sin embargo el recuerdo de Rambal, de
su vida resistente y disidente, se ha ido diluyendo según la ciudad se ha ido
transformando. En el Xixón que aspira a convertirse en referente turístico, las
vidas orgullosas como las de Rambal y los vecinos y vecinas de Cimavilla se
venden como un reclamo turístico más, una forma de vida excéntrica sobre la que
construir un relato de ciudades canallas. Estos relatos olvidan las condiciones
de vida de explotación, miseria, miedo y represión en las que se vio obligado a
vivir Rambal por su clase social y sobre todo por su condición sexual.
Afortunadamente, los esfuerzos del colectivo LGTBI, y en particular de Rodrigo
Cuevas, por reivindicar la figura de Rambal en toda su complejidad, han
conseguido devolver la dignidad a Alberto Alonso Blanco de
modo que, si bien nunca se le pudo hacer justicia llevando a su
asesino ante los tribunales, al menos su recuerdo y su forma de vida han
servido de inspiración para aquellos que entienden que las disidencias, el
orgullo y la pertenencia a la clase obrera no solo nos hacen más fuertes,
también son el motor de todo cambio social que merezca la pena.
*NORTES DdA, XVIII/5208
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