Félix Población
Este Gobierno tiene en marcha el anteproyecto de Ley de Servicios de Atención a la Clientela, que obligará a determinadas empresas a que la espera telefónica máxima que deban soportar los clientes no sobrepase los tres minutos.
Han tenido que pasar unos cuantos años para que la desesperación de la ciudadanía hablando con máquinas parlantes, después de teclear números y repetir nuestro nombre, carné de identidad y motivo de la llamada a cada llamada no encuentre, a la postre, ninguna respuesta “humana” al otro lado de la línea. Empresas como las entidades financieras, la compañías de seguros, las energéticas o la compañías telefónicas, bien forradas de beneficios, tendrán por fin que facilitar la comunicación directa con sus clientes al cabo de tres minutos. En el caso de las empresas de servicios básicos (luz, gas, agua), deberán ofrecer, además, tiempos estimados de restauración del suministro en un plazo máximo de dos horas.
El incumplimiento de esta nueva normativa podrá ser sancionado con multas que van de los 150 a los 10.000 euros y llegarían hasta los 100.000 si afectan a personas con pocos recursos -ahora se las llama vulnerables, quizá por estar a merced de tanta codicia galopante y sin freno- o hay reincidencia en ese incumplimiento.
Llevo varios días llamando múltiples veces a una determinada especialidad médica del nuevo Hospital Universitario de Salamanca. No digo que llame a la centralita de ese centro, sin duda más colapsada, sino a unas determinadas extensiones. No he conseguido hablar con nadie hasta ahora. El teléfono se limita a sonar y a sonar sin que nadie lo atienda.
No creo que la nueva Ley de Servicios de Atención a la Clientela afecte a servicios públicos como el de la sanidad. Se daría la paradoja de que los contribuyentes pagaríamos por ello no solo lo que hemos cotizado con nuestro trabajo sino las correspondientes multas, que deberían recaer en quienes gestionan estos centros o en quienes gobiernan en contra de la sanidad pública y a favor de los servicios médicos privados, como está ocurriendo en Castilla y León, sobre todo en los últimos seis años (un 20 por ciento más).
DdA, XVIII/5183
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