Alrededor
del mundo somos miles y miles los hispanistas.
O sea, bichos raros de origen extranjero, habitualmente universitarios, en
Japón, en Estados Unidos, en Inglaterra, en Holanda, en China, donde
quiera que usted diga, que, fascinados por el palimpsesto cultural peninsular,
decidimos un día dedicar nuestra vida profesional a intentar colaborar en
el desentrañamiento de algún aspecto del mismo. El fenómeno del hispanismo
viene de lejos, con numerosos antecesores ilustres de distinta nacionalidad.
Ello no debe sorprender a nadie, ya que, de todos los territorios de
Occidente, Ibería,
así denominada por los geógrafos griegos antiguos, es el más complejo, el más diverso y el más
desconocido, no solo para los foráneos sino para sí mismo.
¿Para sí mismo? Creo que sí, entre otras razones por la
que alguien ha etiquetado como una secular “amnesia deliberada”. Sin ir más lejos, ahí está el caso
del componente
árabe de las modalidades del latín actualizado que se
hablan Pirineos abajo (¿quién me dice a mí que el latín es una lengua muerta?). Componente, tanto léxico como toponímico, que no se
explica debidamente en las escuelas. Y eso que, según la Historia de la lengua española del
académico Rafael Lapesa,
el vocabulario de esta contiene unos cuatro mil vocablos de tal procedencia,
muchos de ellos de uso diario. ¡Por algo será! En cuanto a los
topónimos peninsulares de raíz árabe, no sé cuántos totalizan, pero, desde
luego, una abigarrada multitud. Cada uno con su sentido original forzosamente ignorado por la mayoría de
los ciudadanos, como pasa en mi Irlanda nativa, donde se
perdió el idioma celta indígena. Es cosa muy sabida, eso sí, que Guadalquivir
quiere decir en árabe “Río Grande”,
pero ¿cuántos jóvenes españoles han interiorizado el hecho de que el
nombre de la capital de la nación denota, en dicha lengua, “conducto de agua subterránea”, o
La Mancha “alta planicie”
(nada que ver con el latín macula)?
¿Cuántos que “alcalá” y “gib”
(Gibraltar, Gibralfaro) significan cerro? ¿Que
“ojalá” es una interjección dirigida al Dios de los musulmanes (y a la
cual, por ende, espero que no recurran nunca Santiago Abascal y sus
correligionarios)?
Hace
unos años José María Aznar nos informó de que ningún mahometano le había pedido
nunca disculpas por haber invadido “su país”... ¡en el 711! Si tanta
inquietud les inspira a mentalidades como la suya la presencia en la
península, durante un milenio, de “moros” (dejemos en paz un momento a los
judíos), harían bien, se me ocurre pensar a veces, en procurar poner en
marcha, una vez conseguida la mayoría parlamentaria necesaria, un proceso de depuración lingüística
para quitar del castellano todo rastro del idioma intruso.
Empezando, está claro, con Madrid. Menudo trabajo les costaría, desde luego.
Yo
creo que no hay nadie capacitado para conocer a España en toda su
innegable multiplicidad. Habría que ir preparando casi
desde el nacimiento a individuos en condiciones de emprender la ingente
tarea. No sabían árabe filólogos de la categoría de Ramón Menéndez y Pidal y, más
chocante aún, Américo Castro. Puestos
en aprietos, tenían que consultar a colegas especializados. A
propósito, un arabista escocés, amigo a quien le perdí hace años la
pista, me aseguraba que ni después de décadas de estudio resulta fácil
descifrar un manuscrito árabe medieval. Nuestro soñado conocedor en profundidad
de las “cosas de
España” también
necesitaría saber hebreo, griego y, obviamente, latín. También
le vendría muy bien el alemán,
no porque los visigodos lo hablaran (ya estaban latinizados al penetrar en la
península) sino por el gran peso de los filólogos y arqueólogos tudescos que
han trabajado sobre particularidades de este país. Añado que el inglés y el francés serían
otras imprescindibles herramientas de trabajo. Difícilmente se concibe el
advenimiento de una escuela de tales lumbreras.
Entre los hispanistas que nos han ayudado a conocer algo
mejor a España ya me referí aquí, en su momento, a John B. Trend, el amigo melómano de Manuel de Falla, autor del
magnífico libro The Origins of
Modern Spain, con prefacio correspondiente a noviembre de 1933, fecha que vio el triunfo
electoral aquel mes de la Confederación
Española de Derechas Autónomas (CEDA), dirigida por José María Gil Robles. Cuando
se publicó el libro, ya en 1934,
dichas derechas “autónomas” habían iniciado el proceso de desmantelamiento de
los logros del primer bienio de la Segunda República. Por ello su lectura
resulta hoy deprimente, porque Trend tenía la plena convicción de
que había llegado por fin, en 1931, tras tan larga espera, la puesta en marcha de la España culta, dialogante
y europea por la cual habían luchado los hombres y mujeres de la Institución
Libre de Enseñanza, capitaneados por el rondeño Francisco Giner de los Ríos.
La CEDA, inspirada, como se sabe, por el modelo mussoliniano de Estado Corporativo, logró acceder al poder porque, como siempre por estos pagos, las fuerzas progresistas andaban divididas y a la greña. Claro, es fácil para nosotros decirlo, pero ¿por qué no se dieron cuenta estas del peligro y formaron su propia coalición para combatir a las huestes de Gil Robles en los comicios? Fuesen las que fuesen las razones de la sinrazón, hoy habría que tener muy presente aquella debacle fatídica, llegar a pactos y consensos e impedir por todos los medios legítimos que, quizás antes de dos años, veamos en el Gobierno central a representantes de una ultraderecha que niega que España sea en su raíz auténtica mestiza, y que porfía en creerla en peligro de caer ahora en el “estercolero multicultural”, según el adalid, si se me permite el arabismo, de Vox. No nos hagamos ilusiones: la nostalgia franquista es pertinaz, aunque no se admita, y tanto el desconocimiento de la historia como su tergiversación deliberada están a la orden del día.
El día en que nuestras derechas
reconozcan que por sus venas circulan gotas de sangre antes
estigmatizada, España habrá dado un enorme paso adelante. Considerarse
“cristiano viejo” por la convicción de poseerla impoluta, inmaculada, no
solo es una aberración mental sino negar la raíz de la religión de Jesús. Por
ello no me queda más remedio que traer a colación la impecable formulación de
la mentira por parte del Peribáñez de
Lope de Vega: “Yo soy un hombre, /aunque de villana
casta,/ limpio de sangre, y jamás / de mora ni de hebrea manchada”. Esto fue hace cuatro siglos. ¡Ojo con el fanatismo
católico español aún latente!
Entretanto vamos a ver qué pasa el 19-J. Escribo el 7 de mayo y
leo que los partidos a la izquierda del PSOE han llegado a un acuerdo “in extremis” para las
elecciones andaluzas. ¡Bendito sea Dios! ¡Albricias! Que prevalezca
el sentido común, por favor, que se tenga presente el ejemplo del sevillano Antonio Machado y su Juan de Mairena. Que
se llegue a soluciones de compromiso. Que se piense en la Madre Naturaleza
que, según Lorca,
“da sus frutos para todos”, y se empiece a cuidar con amor el medio ambiente. Y
que se demuela de una vez el repelente “Algarrobico” almeriense, vergüenza, ante los ojos del
mundo, de Andalucía, tierra del milagro de la Giralda, bellísima síntesis de Oriente y Occidente. ¿O
es que yo, producto al fin y al cabo (no por culpa mía) del puritanismo
protestante, me he convertido en un aburrido aguafiestas?
Infolibre DdA, XVIII/5171
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