Pablo Elorduy
Sí, todavía el PSOE es el partido que
más se parece a España. Y sí, por eso mismo el PSOE es un mar de confusiones,
un partido, un país, al que nadie entiende del todo. El escándalo que ha
terminado de estallar esta semana en torno al presunto espionaje directo por
parte del Estado a decenas de personas, antes que de la calidad democrática de
España, señala la energía decreciente del Partido Socialista para tratar de
mantener el trampantojo de que esa calidad democrática es tal y como se
presenta en la esfera internacional.
Ese empeño por sostener una imagen de
funcionalidad democrática tiene cierto mérito, pero cada vez menos recorrido.
El país —y el Gobierno más aún— ha perdido la capacidad de sostener las
apariencias en un Estado que funciona bajo un código de silencio en sus
estamentos principales. Una ley del silencio que ni siquiera se aplica en la
comisión de secretos oficiales del Congreso, ya que esta está programada para ser inútil y,
al mismo tiempo, cumplir perfectamente el papel de mantener ciertas
apariencias.
Solo las cloacas parecen tener fuerzas para llevar a cabo la regeneración que no hace tanto tiempo se planteó como eslogan publicitario por parte del sistema de partidos. La vida paralela del país en su conjunto, entre lo que es y lo que se dice que es, está en peligro por la incapacidad para proceder a una depuración de los elementos antidemocráticos del sistema.
La ministra de Defensa, Margarita Robles
está en el vértice de esa incapacidad. En ese parecerse a España, Robles se defendió el
miércoles atacando, peleando con el fantasma de los enemigos de España y
reconociendo implícitamente que pertenece a ese Estado profundo que ha mostrado
más miedo que vergüenza —y ninguna clase de templanza— en su manera de abordar
el pulso independentista del año 2017. Hoy su posición corre peligro, no tanto
por lo que ha ordenado hacer sino porque, con su cabeza política, Sánchez ganaría
algo de margen para mantener la etiqueta de la calidad democrática. Si no ha
caído aún es porque el despido de Robles sería una buena noticia —la
prueba definitiva de la abducción de Sánchez por parte de esos
enemigos de España— para quienes ven en la crisis del Estado la posibilidad de
un cambio radical de paradigma: la oportunidad de pasar de la apariencia de la
democracia plena a un sistema emanado de una nueva y fiera legitimidad.
La descomposición de la legitimidad del
Estado salido del 78, ininterrumpida a lo largo de la última década, está
favoreciendo al partido más disfuncional y menos democrático. Vox dirige la
orquesta porque es la organización que más pronto se ha deshecho de la mística
de la Transición. La intervención de Macarena Olona el pasado jueves
en el debate sobre la apertura de la comisión de secretos oficiales ha sido uno
de los ejemplos más estremecedores de esa propuesta.
Al fascismo que viene no le define la
impertinencia de un señor en la cola del autobús o la cantidad de pulseras y
complementos patrióticos que visten a un defraudador, sino la nueva legitimidad
que quieren extender sus élites. En la tensión eterna entre fuerza y moral de
los Estados modernos, los procuradores neofranquistas apuestan sin complejos
por el desequilibro completo a favor de la fuerza. Ese nuevo principio —en
realidad más viejo que las cerillas— parte de la idea de que todo lo que hagan
los funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado, de las fuerzas
armadas, y de los cuerpos judiciales es legítimo por el solo hecho de llevar
uniformes. Hay que recordar (parece que hay que recordar) que la legalidad
vigente, al menos virtualmente, cuestiona esa proposición. La Constitución y el
Código Penal establecen que no es legal, porque no es legítimo, acceder al
contenido de los móviles ni siquiera, o especialmente, de quienes tienen una
ideología distinta a la ideología oficial del Estado.
El primer paso hacia otro ordenamiento
que sí contemple la perfecta legalidad de la persecución de la Antiespaña es
introducir primero esa otra legitimidad. Y la tarea no la está llevando a cabo
solo Vox. Unas horas antes, en la sesión de control del Congreso, Inés
Arrimadas, de Ciudadanos acusaba a los espiados de “lloriquear” por haber
denunciado su caso. Confundida o confundiendo, la representante del partido
autodenominado liberal habló durante la sesión del espionaje “legal” —algo a lo
que no se atrevió una Robles que primero negó el espionaje y luego sugirió que
era legítimo— y aconsejó a los independentistas que “si no quieren ser
espiados, no delincan”.
Ciudadanos, PP, Vox y el PSOE realmente
existente entienden el Estado como una fortaleza acosada por fuerzas malignas.
Lo ven, o lo presentan como algo mucho más frágil de lo que en realidad es.
Pero sobre todo, entienden que las razones de ese Estado no se deben a ninguna
ética y que las protestas de quienes han intentado cuestionar esas razones —o
de quienes en su legítimo derecho odian lo que significa la patria “España”—
son por este orden exageraciones, noticias falsas, lloriqueos y pueden suponer,
en último término, un castigo ejemplar aunque haya que forzar la interpretación
jurídica vigente.
El Salto DdA, XVIII/5155
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